9.4.14

Quince horas en Zaragoza.



 Actualmente, con la proliferación de las frías y rápidas autovías y autopistas y el desarrollo de la alta velocidad por ferrocarril, ya sólo van quedando, si exceptuamos las pequeñas carreteras,  los trenes de cercanías y regionales, más lentos que el Ave y otros, como uno de los últimos medios de transporte que proyectan un viaje algo pausado y cercano, permitiendo captar ciertos matices y sentir más la tierra que cuando se circula a 190 kilómetros por hora en coche.

Así, como "Azoríngustaba en sus viajes y relatos hace cien años, se puede tomar un tren (regional, insisto) y recorrer tierras, valles y ríos, viendo pasar uno a uno los pueblos y ciudades de España.
Y eso hice el domingo, subirme en Valencia al ferrocarril de Zaragoza. Bordeando el mar,  pronto se llega a Sagunto, casus belli de la Segunda Guerra Púnica, hoy día una desaliñada población a los pies de su considerable castillo  construido desde la Edad Antigua, y el tren tuerce y enfila el valle del río Palancia. 

La cuenca del Palancia, ya en la provincia de Castellón y entre la sierra Calderona y la de Espadán (siempre que veo o leo sobre estas montañas me acuerdo de cierto profesor de la carrera que insistía en la revuelta morisca de Espadán de 1526 como una de las guerras más cruentas del siglo XVI) es un fértil y verde valle salpicado de pueblos con cierto encanto, como Segorbe, Jérica o Navajas; poblaciones típicamente levantinas, de casas blancas y ligeramente marrones, con estilizados campanarios genuinamente valencianos que destacan airosos entre el villorrio. 

Es la provincia castellonense una de las más montañosas de España, y el tren se introduce con cuidado por entre los cañones y tajos trazados para la vía, pasando la pared rocosa  a escasos metros de la ventana. Con todo, las aguas del Palancia han hecho de este valle desde tiempos remotos un espacio fecundo y pleno de vegetación, tanto a ras de suelo, con naranjos, mandarinos, perales,  cerezos, nísperos y olivos aquí y allá, por todos lados,  así como pinos, muchos pinos,  y encinas en las montañas. Si el tren fuera a menor velocidad y se pudieran abrir las ventanas como antaño, el vagón se inundaría de aroma a azahar, tomillo, romero y piña. Se percibe el agua corriendo en acequias y balsas y la verdura y alegría de la vida vegetal y animal se planta delante de los ojos como pocas veces.

Tal feracidad, y una vez dejado atrás Barracas (último pueblo de Castellón en la frontera) contrasta con la sobriedad del paisaje turolense. Enseguida se da uno cuenta que el agradable clima mediterráneo ha quedado atrás y se está entrando en la dureza del zócalo ibérico. La provincia de Teruel es, en su mayor parte, una sucesión de páramos desolados, llanuras altas y montañas escarpadas. Los inviernos son duros y largos aquí (hasta de ocho meses en ciertos lugares) y la tierra concede poco cuartel.  Aunque hay ríos, poco se saca de ella aparte de cereal, pastoreo  y , ya en su interior, carbón. El aire frío es perfecto para el curtido de jamones. 

Es éste un tren con habitualmente pocos pasajeros y por tanto de escaso ajetreo para mi padre. Unas cuantas estaciones aparecen desiertas e incluso cerradas a cal y canto, acentuando la desolación. Como en un reflejo de la España cruel, tanto la del campo como la de la ciudad, un galgo abandonado, en otro tiempo hermoso, muestra triste sus costillas en su deambular por el andén. El nudo en mi estómago es inevitable.

Pero el tren sigue su marcha. Hace mucho tiempo las máquinas abandonaron las románticas chimeneas con su humo blanquecino, pero sigue habiendo algo de bello en un tren abriéndose camino por entre las dificultades de la tierra. Vamos llegando a villas como Mora de Rubielos o Sarrión, y luego a la injustamente olvidada Teruel. Tanto la capital como la provincia y en general Aragón, forman parte de esa España alejada de los focos turísticos y poco conocida, cuando cuenta con maravillas medievales como Albarracín, la misma Mora de Rubielos, Alcañiz  o Daroca, un patrimonio considerable y un paisaje natural altamente valioso. 

Con todo, resulta innegable que es un entorno difícil y no muestra sus encantos a primera vista. La tierra es ocre, gris y  marrón, los matojos, mustios y apagados, están desprovistos de ese verde mediterráneo y del toque floral, y las casas, de ladrillo y adobe, presentan en muchos casos el mismo color que el terreno circundante. Apenas si destacan las hermosas iglesias mudéjares típicas de esta parte de Aragón.

Pocas veces ha tenido uno la certeza de que está en ninguna parte, en el sentido de estar en  comarcas remotas y alejadas de las rutas principales y caminos importantes. Si estarán de apartadas que no hay pintadas ni graffitis en muros, puentes o casas, hecho significativo. 

Los recodos de la vía traen sorpresas, como la vista de Navarrete del Río, una aldea cerca de Calamocha que parece sacada de un cuadro de Regoyos o de una novela sobre el caciquismo. Apenas un camino asfaltado de entrada (nada de las modernas y malditas rotondas) rodeado de árboles, unas casas apiñadas entre pequeños campos de cultivo y arremolinadas en torno a una iglesia igual de marrón que los alrededores, y tenemos una postal de esa España vieja, antigua, y rural,  con sus claroscuros.  Por supuesto, esa España negra, ese país de Los santos inocentes, Jarrapellejos  o El crimen de Cuenca que en ciertos aspectos no hemos dejado de ser. 

Contemplando Navarrete, con sus modestas  casas y su aparente letargo e inmovilidad, se me vino a la cabeza la imagen del pueblo donde  no pasa nada, pero sí, en efecto. La tranquilidad de estos lugares esconde más de un drama. Como dijo uno de mis escritores recurrentes:

"Sí pasa algo en los pueblos de España. Sí hay muchos dolores; sí hay tragedias. (...) La imagen que acude  a mi espíritu -dolorosamente- es la de un pedazo de jardín, allá en provincias, en el que entre vicioso y abandonado follaje, se yerguen, inmutables, unos negros cipreses, y por cuyos caminos y viales pasan unas figuras enlutadas que se recortan al resplandor pálido del crepúsculo vespertino.  (José Martínez Ruiz, "Azorín", Los pueblos, 1917)


 El tren sigue adentrándose por tierras ya  zaragozanas. Aragón es una enorme región, en contrapartida bastante despoblada. En su mayor parte el paisaje lo conforman extensas llanuras y mesetas, amarillas y ocres hasta perderse la vista, apenas salpicadas por una, dos, tres casas; uno, dos, graneros; un árbol, dos, cuatro.  Las montañas aparecen bien cubiertas de pinos y castaños, de vez en cuando serpentea un río ribeteado de álamos y  el viento no parece dar mucha tregua. Las poblaciones están muy localizadas y no son abundantes ni especialmente grandes.  Ciertamente cuesta reconocer en las viejas,  nobles y olvidadas tierras aragonesas algo de su glorioso pasado, algo que identifique a Aragón con ese gran reino peninsular crucial en la formación de España. 

Una vez acercándose a  las comarcas del Ebro, el paisaje va tornando en un verde estepa más primaveral, con amplias praderas de hierba bordeadas por montañas erosionadas que parecen hechas de cartón. Es el preludio de Zaragoza. 

La gran ciudad aparece de repente, como un enorme rebaño de reses bebiendo en el río. Se distingue la capital aragonesa de otras grandes capitales españolas como Valencia, Sevilla o Bilbao e incluso de otras más pequeñas como Murcia o Granada por la ausencia de un área metropolitana extensa.  En Zaragoza, más allá de los inevitables polígonos industriales y de unas cuantas poblaciones pequeñas, no hay nada. 

Zaragoza, la sedetana Salduie, la romana Caesaraugusta, la musulmana Saraqusta, Corte en lejanos siglos,  cabeza del reino de Aragón y muy dañada en la guerra de la Independencia, es una populosa ciudad de 700.000 habitantes, con hechuras de gran capital regional, provinciana  y cosmopolita a la vez. Apenas la recordaba tras el fugaz paso en el viaje de estudios del colegio, y me sorprendió gratamente, pues, sin ser monumental,  la vi estilosa, amplia y con brío, con un ambiente que en pocas ciudades he contemplado un domingo por la tarde. 

Por otra parte, se percibe el salto cuantitativo y cualitativo que se ha querido dar en los últimos 15 años para no perder el tren de ciudades rivales como Valencia y Sevilla, en el sentido de modernizar la urbe, magnificarla e incrementar la atracción turística y el desarrollo, con aciertos y errores, como atestiguan ciertos despojos arquitectónicos. La ciudad como sede de la Expo 2008 supuso una gran noticia que cambió la cara de la misma, pero que de momento no ha resultado tan rentable como se pensó en su día. 

Pero volvamos al centro de Zaragoza. Tampoco recordaba la magnitud y el esplendor barroco de la Basílica del Pilar, la cual, con sus once cúpulas y cuatro torres empequeñece sobremanera a la vecina catedral (Seo), humilde y discreta al otro lado de la plaza. Recorrida detenidamente la Basílica,  pueden contemplarse tanto los hermosos frescos de Goya, como los tesoros de la iglesia desde hace siglos, los impresionantes retablos, las altas bóvedas  o las escenas de devoción católica con una mueca de repugna por mi parte: el incesante besuqueo, de un fragmento del famoso pilar de la Virgen propiamente dicho a través de un óculo, por gente venida de todas partes. Sin comentarios. 

De nuevo al aire libre, la plaza del Pilar abruma por su considerable extensión y su gentío. Debo ser, de tan clásico,  rancio, pero para mí es imposible,  al contemplar la explanada,  el conjunto de edificios y el ambiente,  no acordarse de la heroica resistencia de Zaragoza en la guerra contra el francés, de Agustina de Aragón (quien, por cierto, curiosamente no era zaragozana, ni siquiera aragonesa, sino de Barcelona), y de evocar mentalmente la conocida jota:

                 "La Virgen del Pilar dice

                  que no quiere ser francesa

                  que quiere ser capitana

                  de la tropa aragonesa".  


 El Ebro está a solo un palmo de la plaza. De ancho cauce y poderosísima corriente, al verlo inmenso se da uno perfectamente cuenta de por qué a los griegos ya les pareció importante  para denominar "Iberia" a los territorios circundantes. La fuerza de las aguas de color crema acaso impresiona más por haber uno nacido y vivido en tierras de ramblas y cañadas, donde el agua de los ríos (no) brilla por su ausencia.
 Desde el Puente de Piedra, la enorme Basílica, con sus torres tapando el sol,  se asemeja a un enorme navío varado, resistiéndose a ser arrastrado por las corrientes del viejo Hiber.   

Ya en el casco histórico se percibe en sus calles  el trazado de la ciudad romana con su cardo y su decumano, tanto por ciertas calles rectas y largas como otras que siguen la antigua muralla,  los restos de la misma al aire libre o el teatro.  Con todo, los edificios predominantes en la zona vieja son de bien avanzado el siglo XIX. 
 
 El sol de abril va decayendo y se acerca la hora de la pitanza. La zona de bares y restaurantes está llena ya a  una hora temprana, y qué menos que disfrutar de un bocadillo de calamares bravos (invención zaragozana) acompañado de la recomendable cerveza local, "Ámbar". La noche se presenta tranquila y reposada. Parece verano a orillas del Ebro.


A la mañana siguiente, temprano, Zaragoza nos despide, igual de bulliciosa, igual de populosa y activa, igual de gran capital provinciana en su soledad del valle. La visita ha sido breve y me queda pendiente, entre otros lugares, el palacio de la Aljafería.  Entre el humo aquí y allá de las industrias y la suave calima del sol matutino, se distinguen las estructuras de la Expo y las cuatro torres del Pilar. Atrás se queda Zaragoza, semejante a  unos grandes huesos de mamut en medio de la estepa; un majestuoso esqueleto brillante en la lejanía.

2 comentarios:

  1. Eres un cronista de primera, en serio. Has conseguido que me entren ganas de ir a Zaragoza. Envidio tu prosa, chico (pero envidia de la sana, jejeje). A ver cuándo te vienes por tierras gallegas, más que nada porque, si haces una reseña como ésta, sería algo digno de leerse.

    Espero que te lo hayas pasado muy bien! Un beso!

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    1. jaja, ayy, qué exagerada eres!!! ^^ Síi, estoy deseando ir a Galicia y a tu zona.

      La verdad es que fue una visita rápida pero itnensa. Muchas gracias Laura!!! Un besote!!

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