16.9.14

Los últimos de Castelnuovo







Hoy, simplemente me apetecía volver a escribir sobre mi amada Historia, y, para variar, pues en esto  puede acusárseme de repetitivo, "rescato" otro relato de hazañas militares de españoles, ésas tan abundantes en los siglos XVI y XVII y tan olvidadas en nuestros días, tan políticamente correctos y que tan habitualmente tienden a despreciar y a avergonzarse de épocas pasadas (por fortuna superadas, falta añadirles a estos biempensantes).

Se me puede criticar (si este humilde blog fuera importante)  el no salirme demasiado de la historia militar, pero verdaderamente es uno de los temas que más me apetece recordar, aunque  también me apasione y me admire de la historia de los pueblos, de la sociedad, de la mujer,  de la microhistoria y tantos otros relatos, menos ajetreados pero igual de válidos y cruciales para la humanidad. Simplemente la historia militar me parece más jugosa que la económica, por ejemplo; y desde luego, si de militares, soldados y tropas hablamos en España, es hablar de unos temas marginados desde hace décadas, simple y llanamente porque es políticamente incorrecto, como decía más arriba, pues se tiende a relacionarlo erróneamente con la dictadura franquista, como si la gente de siglos pasados tuviera la culpa de que este régimen insistiera machaconamente con esos tiempos donde nuestro país era tonante y triunfante. Por otra parte y como es bien sabido, el sol no se ponía en el Imperio, no, pero, como añade cierto periodista, "los manteles tampoco", en referencia a las dificultades económicas y en ocasiones pobreza de buena parte de la sociedad.

Como he dicho tantas otras veces, la historia de España está llena de derrotas y vergüenzas, pero también plagada de hazañas y victorias heroicas que ya quisieran para sí nuestros orgullosos vecinos franceses o los ingleses y estadounidenses. Si los hechos de esta entrada los hubieran protagonizado hombres de alguno de esos tres países, tendríamos estanterías repletas de libros sobre el tema y varias películas ensalzando a los protagonistas de esta derrota gloriosa. Pero somos españoles. 

 
Y ahora hablemos del sitio de Castelnuovo. Estamos en las primeras décadas del siglo XVI y hablar de esta época es hacerlo del peligro turco, de saqueos y razzias, de torres vigías por toda la costa,  de ataques piratas e inestabilidad en el Mediterráneo; en definitiva, de poder otomano enfrentado a la Cristiandad  en  mar y en tierra, aunque en esta última habían retrocedido un tanto, con la derrota en el asedio de Viena en 1529 (al cual acudiría el propio Carlos V) y con la cierta unión entre el emperador y los protestantes, los cuales aparcaron brevemente sus diferencias. Pero respecto al mar, aún faltan más de tres décadas para Lepanto y la amenaza turca era patente. El césar Carlos, como cabeza visible a modo de discutido líder  de la mayor parte de la Cristiandad -aún no se hablaba de Europa como tal-,  estuvo siempre muy  puteado por todos en general, aunque los más notorios fueron, aparte de los luteranos, los franceses y los otomanos (y en ocasiones aliados contra él estos dos últimos, para escándalo continental). 

Aunque ya era conocido, ahora aparece con mucha más fuerza otro actor principal, Barbarroja (del italiano Barbarossa, pues al parecer era pelirrojo), en realidad llamado Jeireddin, más correcto Jayr al-Din  (1475-1546), líder de los corsarios berberiscos. Nacido en la isla de Lesbos, junto a sus tres hermanos, especialmente el mayor,  Aruj -muerto en 1518- había iniciado actividades piratescas en contra del Imperio de Carlos V y de los cristianos en general, pues por ejemplo expulsó a los Caballeros de San Juan de la isla de Rodas (quienes se trasladaron a Malta) y se erigió como un constante incordio de italianos (arrebató territorios y plazas a los venecianos, saqueó las islas de Elba o Capri,  así como puertos de Sicilia o Cerdeña, bombardeó Nápoles y  llegó a atacar Ostia, el puerto romano, por lo que sonaron las campanas de las iglesias de Roma),  franceses (incursiones en Marsella y Tolón) y  españoles, pues controlaba todo el norte de África y amenazaba  y saqueaba tanto los presidios argelinos de la Monarquía como ciudades y tierras españolas propiamente dichas (campañas en Andalucía, Valencia y Baleares).

Tal era el aterrador panorama. Tras unos años de desconcierto por parte de Carlos, en 1528 se produce el fichaje estelar del gran almirante genovés Andrea Doria, hasta entonces al servicio de Francia,  quien con su  enorme flota ajusta la balanza del lado imperial. En 1535  se expulsa de Túnez  y  La Goleta  a Barbarroja, restableciéndose en su trono al Bey Muley Hassan, rey musulmán amigo de la Monarquía Hispánica,  y de nuevo con la presencia activa  del  emperador en primera línea de batalla, en una de las victorias más importantes del reinado de Juana "la Loca",  y que lleva al  de Gante  a pensar que puede enfrentarse de tú a tú con los turcos. 


 



 Jayr-al-Din Barbarroja.                       Andrea Doria como Neptuno (por  Il Bronzino, 1540).



Barbarroja había sido nombrado Almirante en jefe (Kapudán Bajá) del Imperio Otomano y Gobernador (Baba Oruç) del Norte de África y de Grecia  por  el sultán Solimán "el Magnífico" cuatro años antes, así que en esta coyuntura,  se forma la Liga Santa, llena en sus principios de buenas intenciones y que suponía una sagrada unión de cristianos en contra del enemigo común, es decir, los corsarios otomanos. A ella se adhirieron tanto el Imperio de Carlos V como su hermano Fernando de Austria, además de la Serenísima República de Venecia y el Papado (el cual mantuvo siempre una relación de altibajos con el emperador), en este caso el de Pablo III. Francia,  siempre desconfiada y sibilina, declinó la oferta. Aún así esta Liga Santa estaba formada por auténticos pesos pesados mundiales y se propuso destruir la flota otomana e  incluso la conquista de Constantinopla. 


Pero ¡ay! el dinero, siempre el dinero...únicamente se reunieron unas 130 naves, la mayoría italianas y con los almirantes genoveses, venecianos y romanos que rivalizaban entre sí (si bien el grueso de las tropas era español, y los mandos, causando  ésto el recelo transalpino),   y las Cortes castellanas, como ocurrió en muchos proyectos de Carlos V, no apoyaron finalmente al emperador, por considerarla una empresa lejana, cara y poco rentable.

Con este ambiente enrarecido no es de extrañar que se perdiese la batalla naval de La Prevesa (Préveza), en aguas griegas, en septiembre de 1538,  aun cuando la superioridad de la Liga Santa parecía evidente, al menos esta vez. Doria,  pese a sus más de 70 años, seguía reinando en los mares cual Poseidón, pero  estuvo poco fino y además pecó de conservador al negarse a perseguir a Barbarroja cuando estaba a tiro. 

Sin embargo, estamos en la época de los tercios españoles (justo es decir que no estaban formados únicamente por castellanos y aragoneses, pues también había buenas cantidades de italianos, alemanes y portugueses, entre otros; pero las misiones más duras y difíciles así como las proezas solían encomendarse a españoles, o directamente las emprendían ellos), el primer ejército moderno europeo.  De esos cuerpos de infantería herederos de las guerras del Gran Capitán en Italia.  Hablamos de los  invencibles tercios que ganaban batallas en flagrante inferioridad numérica. Cuando medio mundo temblaba al escuchar su nombre. Ésos que durante 150 años fueron las "murallas humanas" de las que se maravilló Bossuet en su canto de cisne en Rocroi.  Y los tercios españoles, veteranos, pendencieros e insaciables, no se quedaron con los brazos cruzados y  en ese otoño de 1538,  aprovechando el desconcierto después de La Prevesa y con el leve apoyo de los venecianos se apoderaron de la fortaleza de Castelnuovo, unos 30 kilómetros al sur de Ragusa (actual Dubrovnik). Una plaza con un protegido puerto y una excelente situación, próxima a Grecia y desde donde  se podía controlar el canal de Otranto, puerta del Adriático. 



 Sargento, arcabucero y piquero de los tercios en la época de Carlos V.


Esta ciudad conquistada en el corazón del Imperio Otomano, siendo una fortificación pequeña  se consideraba  útil para establecer una cabeza de puente desde donde emprender las acciones contra el ejército de Solimán, y teóricamente Fernando I debía avanzar con sus tropas austríacas y húngaras desde Viena.  Pero pronto quedó patente la desunión de la Liga Santa. Los venecianos, siempre codiciosos e interesados, querían la plaza como propia y deseaban tener un puerto más en su mar, pues la rivalidad con los genoveses era notoria. Pese a las protestas de Venecia, Carlos se negó en redondo a concedérsela, por más que estuviera lejos de sus dominios. Así, las más de 50 naves del almirante Capelo regresaron a la Serenísima, disolviendo la Liga y con la intención de establecer nuevos pactos con el turco; la escuadra papal imitó a los venecianos poco después. 

Cada vez más solos, los españoles, quienes aportaban casi la totalidad de las tropas pero ningún barco, contaron en un primer momento con la permanencia de las 49 naves de Andrea Doria; pero, viendo el  negro panorama que se cernía,  esta vez el  gran almirante  se portó como el clásico  veleta  italiano  y con viento fresco puso rumbo a Génova.  Estamos a mediados de julio de 1539 y Castelnuovo, completamente rodeada de territorio hostil,  queda defendida únicamente por los hombres del Tercio Viejo de Nápoles, al mando (como maestre de campo) de Francisco de Sarmiento, un burgalés veterano de las guerras comuneras y de Italia,  más duro que un clavo en un ataúd. 


 Bandera del Tercio Viejo de Nápoles, creado como tal , por ser uno de los tres primeros, con las reformas en 1534, aunque ya existía un  Tercio de Nápoles en 1513. Es uno de los de mayor recorrido y éxito de la historia militar española.




Este tercio lo componían una cantidad de soldados que varía según autores y fuentes; para Martínez Laínez o Lafuente no superarían los 3.000, y otros como Fernández Álvarez llegan hasta los 4.500. En cualquier caso por razones obvias -era un tercio-  seguro no fueron más de esa segunda cifra. Tropas experimentadas, soldadesca con años de barro y sangre, acostumbrada a las miserias de la guerra, que fueron abandonadas a su suerte ante la pasividad de sus soberanos y superiores. La clásica historia española, por otra parte.  Al parecer, Sarmiento y otros capitanes habían protagonizado varios motines en Lombardía el año anterior (los motines por impagos, tan habituales y legítimos como las victorias) y  Carlos V, además de profundamente triste por el fallecimiento de su mujer Isabel de Portugal,  andaba algo rencoroso. Vive Dios que iban a recibir un buen escarmiento. 

Pues a Castelnuovo navegan cerca de 200 naves otomanas (con unos 20.000 experimentados marineros dentro de ellas). Barbarroja se frota las manos. Por tierra, se acercan  desde las cercanas montañas una extensa tropa de 30.000 soldados (4.000 de ellos jenízaros, la tropa de élite otomana) acaudillados por el Ulema de Bosnia; además vienen provistos de la legendaria artillería de la Sublime Puerta.  Rodeados por todos lados, nunca mejor dicho.  

 Jenízaros, la  temible tropa de élite otomana. Fueron suprimidos en 1826.



Los españoles se retiran al interior de la población y comienza el desembarco y el asedio propiamente dicho. Pese a la infernal superioridad otomana, y para asombro iracundo de Barbarroja, lo que se suponía una bicoca se va a convertir en unas nuevas Termópilas. Los primeros asaltos fueron un fracaso, y en sólo dos días 6.000 iban a ser los muertos entre los turcos por apenas medio centenar de bajas hispánicas.  Ni los jenízaros, por su fama casi inmortales y que realizan incursiones por su cuenta, pueden con los españoles. Es más, éstos salen de las murallas y  llegan a realizar varias encamisadas (las encamisadas se hacían de noche y su nombre viene por la camisa blanca que las tropas usaban para distinguirse de los enemigos en la oscuridad)  destrozando el campamento otomano y amenazando al propio Barbarroja, quien ya en tierra  ha de volverse  con pavor a  su barco.
Éste, algo nervioso, decide ofrecer una rendición "honrosa" a los sitiados, permitiéndoles embarcarse hacia la cercana costa italiana. La respuesta de Sarmiento a los otomanos es tan concisa como soberbia, suprema: "que viniesen cuando quisiessen".

Enfurecido, el corsario recurre a la artillería pesada y tanto desde la tierra como desde el mar, los españoles soportarán  durante una semana (con sus noches) varios millares de veloces balas de 50 kilos sobre sus cabezas, si es que las seguían teniendo pegadas al cuerpo.  Los días de ese julio infernal (y no a causa del sol) iban pasando y el bombardeo era constante; de los escombros de los muros surgían soldados para batirse acero en mano con los turcos, impidiendo el acceso a la fortaleza principal, pese a que las bajas comenzaban a afectar al Tercio Viejo de Nápoles, quienes, sin defensas especialmente eficaces, con poca pólvora  y sin alimentos frescos, sólo podían resistir entre el humo hasta la muerte, sin esperar ya unos refuerzos que no llegarán,  a muchas millas de casa  y por una causa perdida. Tan perdida que dos españoles y un portugués desertan y se pasan al enemigo, diciéndole a Barbarroja que apriete, que son pocos soldados y heridos aunque valerosos y esforzados. Pero los de Castelnuovo siguen luchando como titanes, pese a que desciendan a  800, 700, 600 que parecen 6.000 por su bravura a juzgar por los turcos...

Éstos hacen sonar sus  atronadoras trompetas una vez más y los jenízaros se lanzan en masa con el apoyo de la artillería turca, pero sólo consiguen apoderarse de una torre de la fortaleza. Agosto ya ha comenzado  y cae una intensa lluvia, para desgracia de los españoles, pues las mechas de sus arcabuces y cañones se mojan. Momento pues, otro más, de luchar cuerpo a cuerpo, con las espadas, las picas y los cuchillos frente a las cimitarras y las hachas turcas,  y todo aquel que no esté moribundo combate. El infierno sobre la tierra continúa. El 7 de agosto ya no hay ni muralla, por lo que Sarmiento ordena la retirada a un castillo más pequeño en la parte baja de la ciudad. Escuadrón a escuadrón. Pero la puerta de aquel  está tapiada por la población -fundamentalmente clérigos, mercaderes, mozos y mujeres-  que se ha refugiado dentro, y pese a que ofrece a Sarmiento cobijo, lo rehúsa, pues no abandonará a sus hombres. La última vez que se vio al burgalés iba muy herido, pero bien montado en su caballo; picó espuelas y se introdujo en una turba de jenízaros. 


Tras varias carnicerías con muchas bajas en ambos bandos y el suelo cubierto de cadáveres, unos 200 soldados españoles que aún estaban en pie, la inmensa mayoría heridos, se rinden, por fin. Tras casi un mes de asedio y más de 23.000 muertos otomanos, Castelnuovo, más bien lo que queda de él, estaba en manos de Barbarroja, quien a estas alturas debió pensar que más le hubiera valido quedarse pescando por el Egeo. 






 Castelnuovo es hoy Herzeg Novi  y es una preciosa ciudad perteneciente al joven país de Montenegro; una de tantas "perlas del Adriático" que con el final de la guerra de los Balcanes han conocido un nuevo auge turístico. Turca desde 1482 y española en 1538-1539, en 1687  pasó por fin a manos venecianas, en las que estuvo hasta 1797, cuando los austrohúngaros se hicieron con ella. Con las turbulencias de principios del siglo XX se integraría en el Reino de Montenegro y  más tarde en el convulso Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos (el posterior Reino de Yugoslavia, luego República Socialista). 
Aún pueden verse los restos de las fortificaciones que soportaron la ira otomana en el verano de 1539. Una de ellas, de hecho, se conoce como  Tvrdava Španjola (Fortaleza Española)  y es un testimonio más de la legendaria hazaña de Sarmiento y sus hombres

 



















Cuentan las crónicas que esa mañana llovió fuertemente y el agua parecía tener el color de la sangre, tal fue la escabechina. Con los supervivientes, últimos despojos de sus inmortales compañeros, se hicieron dos cosas: o bien se ejecutaban allí mismo,  degollados normalmente, como le ocurrió a la mitad de los soldados y a la totalidad de los religiosos,  o se les reservó un puesto de lujo como esclavos en Constantinopla. Unos ochocientos habitantes de Castelnuovo salvaron la vida; el Tercio Viejo de Nápoles no les abandonó a ellos.  Barbarroja, maravillado por el valor y la furia de los asediados, le ofrece al vasco Machín de Munguía,  el más notorio sobreviviente (también se había distinguido en La Prevesa),  pasar a ser uno de sus oficiales; tal vez pensó, iluso,  que el capitán era de su misma piratesca  e infiel condición, o que,  al menos,  se arrodillaría implorando clemencia. Pardiez que no. Tras su  arrogante respuesta  ("como valeroso vizcaíno" cuenta  Sandoval),   Machín fue degollado sobre el espolón de la galera almiranta. 

En el verano de 1545 entró en el puerto italiano de Messina una galeota con cautivos fugados de las prisiones otomanas. Entre ellos se encontraban 25  héroes. Los últimos de Castelnuovo. Pero no se tocó una marcha en su honor,  ni hubo medallas  en el pecho de estos desgraciados, ni reconocimientos,  como en general no los había a nadie que se jugase el pescuezo por las empresas del rey en esta época y en tantas otras.
  
El sitio de Castelnuovo causó honda impresión en su época y, por lo menos, se compusieron sonetos  en honor de los defensores. Con los siglos iría cayendo en el olvido, aunque por fortuna podemos seguir honrando la memoria de Sarmiento, Machín de Munguía, Miguel Formín, Sancho de Frías  y todos los demás  tanto recordando su épica historia como recitando los inmortales versos de uno de sus contemporáneos, el poeta y soldado Gutierre de Cetina (1520-1557):


A los huesos de los españoles muertos en Castinovo

Héroes gloriosos, pues el cielo
os dio más parte que os negó la tierra,
bien es que por trofeos de tanta guerra
se muestren vuestros huesos por el suelo.

Si justo es desear, si honesto celo
en valeroso corazón se encierra,
ya me paresce ver, o que se atierra
por vos la Hesperia vuestra, o se alce a vuelo:

No por vengaros, no, que no dejastes
a los vivos gozar de tanta gloria,
que envuelta en vuestra sangre la llevastes,
 

sino para probar que la memoria
de la dichosa muerte que alcanzastes
se debe envidiar más que la victoria.



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Para saber más y mejor:

- Braudel, Fernand: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, 1949 (varias reediciones).

- Fernández Álvarez, Manuel (coord.): El imperio de Carlos V, 2001.

- Martínez Laínez, Fernando y Sánchez de Toca Catalá, J.María: Tercios de España: la infantería legendaria, 2006. 

- Sandoval,  Prudencio de: Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V, 1634 (edición de Carlos Seco Serrano, 1956). 

9.9.14

El templo de las bravas





 En el centro de mi Almería, próximo a la Puerta de Purchena  y a pocos metros de la iglesia de San Sebastián, hay otro templo, si bien éste dedicado a las bondades del comer y del beber. Del tapeo, más correctamente. 

Debido a mi adoración por las patatas en cualquiera de sus formas y preparaciones  y a mi preferencia por el picante, allá en los lugares de España donde voy y tengo la oportunidad de tapear, suelo pedir las bravas, para comprobar con qué nivel de calidad se cocinan y presentan y si se acercan a la perfección. En ciertos sitios de cuyo nombre no quiero acordarme conciben las patatas bravas como unos simples gajos fritos con tomate frito (o ketchup, aún peor) y alioli (o incluso mayonesa, ¡mayonesa!) por encima. En otros, la salsa brava sí es notable y según el lugar y estilo el color va del rojo intenso al brillante pasando por el anaranjado. Aunque, ciertamente, en ningún bar o tasca he conseguido, pese a algunas aproximaciones, tener las sensaciones que experimento al comer las bravas de este templo  al que aludía al principio. 

Porque el bar Bonillo, en la calle Granada, lo es. Un local diminuto, que no creo supere los 10 metros cuadrados. Un local de los de toda la vida, bar de parroquiano, de los de barra de chapa metálica, sin silla o taburete alguno y por supuesto sin mesas afuera. Pero en donde uno puede degustar las mejores bravas posibles. Cocinadas y servidas como debe ser y según los puristas,  esto es, en trozos grandes, cocidas por dentro y  doradas y levemente crujientes por fuera, y con un chorreoncillo de salsa por encima, roja, brillante, potente.

Con  un luminoso letrero amarillo y con letras en verde en el exterior, dos pequeñas puertas de entrada, un exiguo cuarto de aseo (unisex, por supuesto)  y una decoración que parece haberse modificado poco o nada desde tiempos inmemoriales (creo que sólo las fotografías de equipos de fútbol se han modernizado) , el Bonillo está regentado desde hace 40 años por Antonio, en la barra,  de vuelta de todo en la vida y gracejo típicamente almeriense ("Pasen a la terraza, que hace fresquito", "¿Mucha sed esta noche o qué?"), y el pobre Joaquín,  en la estrecha cocina, entre sudores y aceites, sacando sus supremas bravas  (¿cuántas llevará en la vida?) y las demás tapas del local por el pequeño recuadro con repisa de la puerta. 

Antonio no sale jamás de detrás de la barra y como el bar suele llenarse (dentro y afuera, en la calle) muchas veces uno es su propio camarero, sobre todo cuando va con más gente. En ocasiones ha de cenar  haciendo equilibrios, con el plato en la mano y el vaso en cualquier sitio.  El ritual es sencillo y mecánico: comer, beber, comer, hablar, beber, comer. Distraerse. Holgar.  La ceremonia de la presentación, invariable. Joaquín le pasa a su compañero el plato, siempre con tres patatas,  por la puerta y éste te lo deja rápidamente sobre la barra, saca el tenedor y lo clava en una de ellas. Adelante. En el paladar, el tubérculo, blando y jugoso,  entra ardiente, tanto por la temperatura como por la salsa abrasadora. El picor, placentero, extraordinario. Esa tos casi obligada, como de homenaje.  La patata brava como cima de la tapa, como comienzo y fin de todo.

De la composición del condumio del Bonillo, pues por supuesto la elaboran sus dueños,  apenas se conoce nada; además, se ofrece la posibilidad de una "brava moderada" para los más suspicaces, y de una "extra" para los más incendiarios. La primera es sabrosa igualmente, pero no es mi opción. Suelo ser moderado para todo en la vida, excepto para la comida y bebida.

Me hago muchas preguntas, y una de ellas es cuántas bravas habrá pinchado el bueno de Antonio en su vida. Camarero competente, de los veteranos, de los que lo fía todo a la cabeza para hacer la cuenta, sin tablets o agendas electrónicas; pero ni calculadora. La especialidad de la casa, como pone en varios sitios del local y sabe toda Almería, es "las patatas a la brava", aunque del cartel de la pared, que sólo parece haber sido editado con la llegada del euro, uno puede elegir otras opciones interesantes y recomendables, como la morcilla, la jibia, el pincho, la hamburguesa, los champiñones a la plancha  o los chopitos. Huelga decir que aquí, palabras como "emulsión", "tosta", "aroma", "foie" o "mini" ni se conocen ni se conocerán. 

Dos euros es el precio de una consumición con su tapa. Ya sea combinado con una  cerveza (con o sin), con  vino  fresquico de La Contraviesa, con tinto de verano, con un mosto o con un simple refresco, y acompañado de la familia, de la pareja o de los amigos, y siempre para un público muy concreto,  el Bonillo y su tapeo es una experiencia para no olvidar. Muy corriente, muy mundana; pero uno es así.

Cuando sales a la calle, algo aturullado por el gentío, la bebida y especialmente por el volcán que ha causado la salsa, la noche es tranquila y la calle solitaria, clandestina. El regusto del picante sigue en tu garganta hasta un buen rato después, pero no se va de tu mente ni de tu corazón. Ése es el mayor triunfo del Bonillo.