21.5.12

A mucha honra, sí, pero...¿por qué, exactamente?

En una revista gratuita, repartida por la calle, Nova Almariyya, un folletín de muy variados temas (historia, actualidad, cultura, gastronomía) pude leer un tema muy interesante,  polémico  y siempre de actualidad en mi tierra: la pertenencia a Andalucía o a Levante. Así, mediante una tabla, mostraban razones por una u otra región o zona; transcribo literalmente:


Levantina

-Razones históricas, por la repoblación que tuvo la provincia de Almería después de la conquista cristiana y la expulsión de los moriscos. Dicha repoblación se hizo en su mayor parte por personas procedentes de Murcia, Valencia y Aragón. De ahí que persistan algunas costumbres, algunas expresiones (como el sufijo -ico), la toponimia e incluso el carácter de la gente.
-Razones jurídicas, ya que Almería no logró superar la barrera del 50% de participación en el referéndum por la autonomía de Andalucía el 28 de febrero de 1980, lo que supone una vulneración del derecho.
-Razones geográficas, ya que las sierras de la provincia parece que la separaron del resto de Andalucía y dejaron el camino y, por tanto, la salida natural, hacia el Levante.
-También tendríamos que decir que, climatológicamente,  forma parte del Sureste (Almería, Murcia, Alicante)


Andaluza

-Razones históricas, ya que Almería sería parte irrenunciable de la Andalucía que postulaba Blas Infante. Almería forma parte del Reino de Granada, que junto a los demás reinos del sur es lo que hoy forma la Andalucía que conocemos.
-En el referéndum del 28-F de 1980 el porcentaje del sí fue del 92,07 % mientras que el del no, del 4,02%, lo que deja claro la voluntad de pertenencia a Andalucía.
La clave de la poca participación se pudo deber al papel de la UCD con el lema "andaluz, este no es tu referéndum", a la falta de comunicación por carretera y aire con Sevilla y a que en la zona norte de la provincia se veía la desconexión con Murcia (esto es, la televisión que daba la señal en Murcia) en vez del Telesur andaluz.
-La mayoría de los personajes públicos almerienses se sienten andaluces y así lo expresan. 


Bueno. Dejando a un lado las razones esgrimidas, algunas más peregrinas que otras,  la forma de redactarlas y las faltas de ortografía (corregidas al escribirlas yo aquí), lo cierto es que determinados argumentos son verdaderamente poderosos, estoy de acuerdo con ellos,   y  los datos del referéndum están ahí, son oficiales, para poder consultarlos, me refiero. Ya escribí cuando las elecciones autonómicas que en Almería el sentimiento andaluz no era especialmente fuerte. Por lo visto, éramos así y lo seguimos siendo. Mentiría si me afirmase en mi fuerte sentimiento andaluz. Diría la verdad si considero a Almería más levantina que andaluza, aun reconociendo la innegable pertenencia al Reino de Granada, si bien desechando las sandeces de aquel majadero llamado Blas Infante.  Por otra parte, básica y fundamentalmente me siento almeriense.
Aunque no quería hacer una entrada de eso, otra vez. Ya la hice, y me parece ya he hecho varias en ese sentido. 

Hoy , y desde hace un tiempo, quería escribir de un modo más crítico y negativo. Como sólo puede hacerlo un hijo suyo.

Porque sí. Almería es maravillosa. Es un estupendo lugar para vivir y tiene numerosas ventajas, contrarrestadas por otros tantos inconvenientes.  Ningún lugar es perfecto, como nadie es perfecto.

También hice una entrada sobre mi amor/odio a España. Es hora de escribir  sobre mi historia de amor/odio con Almería.

Almería es una ciudad pequeña y poco sobresaliente, a priori. Con todo, tiene lugares con un innegable encanto modesto, como la Catedral, la iglesia de la Virgen del Mar,  la  iglesia renacentista de Santiago, la Almedina, el Paseo o La Chanca. Extramuros, el barrio de El Zapillo sigue constituyendo un polo de atracción turística, pese a sus desvencijados edificios o la escasa limpieza de sus calles y de sus playas. Ya escribí también acerca de este  en otros tiempos barrio de pescadores.

Con todo, siendo Almería una población sin demasiados puntos destacables, podría estar en un lugar más preeminente en vez de donde lleva ya décadas y décadas, siglos, se podría decir. Sus propias características funcionales, su clima, su entorno natural o su largo historial como escenario de rodaje de multitud de largometrajes desde hace más de 50 años, por no hablar de su riqueza arqueológica, podrían situar a esta provincia en una posición más notoria en el sureste español, o en el oriente andaluz, lo que sea. Todo ello si no contase con el sistemático desprecio, en ciertas ocasiones menos notoriamente que otras veces,  tanto de España, como de la Junta de Andalucía y de buena parte de los andaluces.

Pero , aun siendo importante,  sería injusto achacar del todo la situación de Almería a factores externos. Voy a ser atrevido, señalando también entre los culpables, a los propios almerienses, entre los que me incluyo, por supuesto. 

La ciudad de Almería es sucia, descarnada, maloliente. Puedes pasear por calles céntricas y la zona más antigua del casco histórico, y se te cae el alma a los pies (a mí se me cae). Vías y callejones llenas de desperdicios, manchurrones en el suelo, pegotes de mejor no saber qué,  cuando no directamente charcos y olor a orín.  Siempre me sorprendo de la presencia de turistas a determinados lugares, conociendo su estado. Y no hablo de otras zonas más depauperadas y marginales de la ciudad, no.
El tema de la suciedad de las calles no es exclusivo de Almería, por supuesto. España en sí es un país de calles sucias y poco cuidadas, desde luego. Aunque hace ya mucho tiempo se dejó de usar la calle para derramar en ella los detritus, desperdicios y aguas fecales, no tenemos ejemplos abundantes de ciudades con vías dignas de postal, donde prácticamente se puede comer en la acera, como en buena parte de Europa. Por otra parte, luego un buen número de turistas europeos se dejan su urbanidad y civismo en las calles de Gante, Berna, Dusseldörf  o Birmingham cuando llegan a España, pero ése es otro tema. Los españoles no cuidamos nuestras propias ciudades, calles y espacios públicos. Si ya en el siglo XVI los embajadores extranjeros se asombraban de las calles llenas de mierda (lo decían así, literalmente)  al venir a España, qué vamos a añadir.

La ciudad de Almería es vandálica. El patrimonio y el mobiliario urbano tienen fecha de caducidad. Cualquier intento por embellecer la ciudad, rememorar significativamente algo, salir de la monotonía edilicia, sobresalir...puede quedar abortado al poco tiempo. El otro día, cuando tomaba café con un amigo, vimos en las noticias locales del periódico, cómo un monolito conmemorativo del rodaje de Conan, el Bárbaro (1982) había sido derribado y sustraído en apenas un día y medio. ¡Día y medio!. Aun siendo únicamente un pilar de plástico duro con unas cuantas frases y un fotograma de la película, era algo poco habitual; no todas las ciudades pueden alardear en sus calles con el historial de rodajes de Almería. El monolito se había erigido junto con otros, colocados por el Ayuntamiento para recordar una serie de largometrajes donde, al menos un poco, salía Almería. Bah, para qué. En poco más de un día los vándalos ya lo habían molido a golpes.

El ejemplo del monolito de Conan, es sólo una pequeña parte de la muestra de  ese vandalismo. En Almería se queman 21 contenedores al mes. Ya sé que tampoco es ésta una costumbre exclusiva de mi ciudad, pero clama al cielo. Si hablásemos de una gran ciudad de más de 3 millones de habitantes, o de una megalópolis con 25 millones de personas, compuesta de innumerables suburbios y problemas diarios, con la policía usando helicópteros por la peligrosidad y el atasco de las calles, pues... tampoco se justificaría plenamente, pero sí sería más fácilmente explicable. Una veintena de contenedores calcinados al mes es demasiado para una ciudad de menos de 200.000 vecinos, y explica el miedo de mucha gente y su resistencia a aparcar su automóvil al lado de uno. Y vuelvo a repetir, no estoy hablando de los barrios marginales de la ciudad. Me refiero a zonas cuasi céntricas. 
Así, por la acción de esa gentuza vandálica uno teme cuando inauguran algo, abren un parque nuevo (de entre las escasas zonas verdes de la ciudad) o restauran algún edificio o palacete. Por eso sorprende sobremanera que continúe intacta la blanquísima Casa de los Puche, contigua a la catedral,  y a la vez se espera lo peor sobre qué le pasará al remozado Mercado Central, impecablemente inmaculado (aún no ha sido inaugurado).

Vandálica, maleducada. Los niños y niñatos, no tan pequeños, juegan al fútbol en la plaza de la catedral. Usan como  palos de portería los enormes contrafuertes de la iglesia-fortaleza, y cuando uno pasea por dicha plaza, la quietud del espacio se ve interrumpida por el ruido de los balonazos golpeando la piedra renacentista, testigo de tantas vicisitudes y adversidades. También juegan al baloncesto en las ventanas del palacio episcopal, situado justo enfrente. 
Las pintadas, garabatos y mensajes imbéciles en paredes y bancos se ven aquí y allá.
 El griterío y las malas maneras son otra constante. Otro ejemplo, o un par, referentes a la Semana Santa. Difícilmente una procesión no será interrumpida por el paso constante  de gente, cruzando por en medio de la misma, y si es necesario, casi empujar a quien sea.  El silencio y sobriedad de cualquier procesión, si bien algunas son más tristes y silenciosas que otras, se ve roto por el sonido de las cáscaras de pipa, mordidas implacablemente por los almerienses mientras esperan el paso. Comer pipas y otros frutos secos, pero fundamentalmente pipas, es el pasatiempo favorito de mis paisanos mientras aguardan,  aburridos, a la procesión. Si quieres contemplar en silencio la misma, no puedes. Por no hablar del panorama del suelo, inmediatamente y después; grandes montones de cáscara asquerosamente chupada, por aceras y calzadas. Tras el paso de una procesión, cualquiera diría que los penitentes, e incluso el Cristo, han ido comiendo pipas. 

Cáscaras de pipa, papeles, hojas secas, plásticos, excrementos, chicles, cigarrillos...hay calles donde las papeleras brillan por su ausencia o por su soledad, si bien luego te preguntas si servirían de mucho tales papeleras, conociendo la querencia de mucha gente por acabar pronto y mal, tirándolo directamente al suelo. Por añadidura, el viento en ocasiones perenne (cuando se mete el poniente, se mete de verdad) esparce la suciedad a lo largo de las calles y por otras vías; así, contamos con la ayuda de la gente y del propio Eolo, el puñetero dios del viento que colabora a ensuciar más aún las calles de Almería, dando a la ciudad un aspecto de ciudad llena de papeles y desechos en movimiento, digna de una película policíaca de tema decadente o de ciencia ficción distópica. La fuerte presencia de vagabundos (nacionales y extranjeros) , de alcóholicos echados a perder y de inmigrantes desocupados no mejoran esta imagen.

Almería es una ciudad de extremos. Barrios degradados coexisten con otros dignos de la alta sociedad. No están contiguos, pero sin duda se puede pasar de un mundo a otro en un espacio no muy grande.   Algo similar ocurre con bares, cafeterías  y restaurantes, por ejemplo. Lo mismo vas a un tugurio de esos de barra de chapa frecuentado por parroquianos con aliento de carajillo,  cuya única alegría es la música de la máquina tragaperras o el gol en la televisión, que entras a otro donde te cobran hasta por mirar, todo muy cool y de cocina creativa. Por eso a veces me pregunto dónde se mete la auténtica clase media de la ciudad, la cual realmente existe (al igual que existen los lugares intermedios, y muy buenos)  pero en ocasiones no se ve por ningún lado; esa clase media que no necesita hacer ostentaciones ni demostraciones de pijerío imbécil y rimbombante. 

Ciertamente,  estoy despotricando hoy de mala manera contra mi ciudad, pero, por otra parte, como en su momento le dediqué entradas laudatorias, sería justo tocar también el otro palo de ella, puesto que no es bueno idealizar, ni tan siquiera a tu propia tierra. Seamos honestos.

Yo la comparo con Nápoles, salvando algunas distancias. Ambas ciudades son de honda tradición mediterránea y cuentan con vestigios de temprana presencia colonizadora (fenicios, griegos) de civilizaciones antiguas.  Ambas están rodeadas por un notable y/o peculiar entorno natural; el Vesubio y la costa amalfitana en el caso napolitano, el desierto de Tabernas y el espacio terrestre y marino prácticamente virgen de la zona de Cabo de Gata, en el almeriense. Ambas vivieron períodos de más o menos esplendor en épocas pasadas (evidentemente Nápoles ha sido más notorio e importante para la historia europea y española) y, en la actualidad y desde hace más de cincuenta años, conocen un franco declive. Podría decirse que en Almería no tenemos Camorra, pero también cabe preguntarse si,  siendo negativa y deleznable una organización extorsionadora y criminal, se puede ser positivo con un régimen político anquilosado, caciquil y perdedor desde hace 34 años (por si alguien no lo sabe, me refiero al PSOE,  desde 1978).  También podría argumentarse que la situación de Nápoles y la Campania no es comparable a la de la provincia de Almería, puesto que en el caso almeriense, ha conocido un notable desarrollo en estos últimos 50 años, fundamentalmente a la agricultura bajo plástico y al turismo (si bien actualmente es una de las provincias con más paro de España) ,  mientras que el sur de Italia continúa siendo una rémora para el resto del país. Bueno, algo cierto es. Como también es cierto, y aquí vuelven a ser comunes Almería y Nápoles, que ambas ciudades/zonas cuentan con el desprecio o la indiferencia del resto de sus compatriotas. Se me debe estar notando demasiada simpatía por los napolitanos. Es más que posible; no en vano, los españoles tenemos más motivos que ningún otro país para demostrar afinidad por un territorio español en otros tiempos, y al cual la humanidad le debe más de lo que reconoce.
Continúo. Ambas, Nápoles y Almería, cuentan con un rico patrimonio (más evidente en la primera) pero en la actualidad se muestran degradadas, destruidas, sucias, ordinarias,  poco cívicas, depauperadas. En un programa pude ver la preponderancia de la conducción en ruidosa y peligrosa motocicleta por las vías y cuestas napolitanas, así como el desorden y el caos en la conducción en automóvil;  más o menos la tónica almeriense. Y al contemplar sus maltrechas calles me sentí bastante identificado, además. Así, podría decirse que adoro Nápoles tanto como desprecio aspectos suyos, del mismo modo que amo Almería tanto como la odio conociendo ciertas características de mi tierra. Supongo que debe ser así, y es lo normal.

Recientemente, Arturo Pérez-Reverte (él mismo otro admirador de Nápoles y de otras destartaladas y antiguas urbes mediterráneas)  volvió a revolucionar la red con unas declaraciones en Twitter a vueltas con Sevilla, su realidad actual y de siempre, refiriéndose a una película policíaca estrenada hace poco. Con su claridad habitual, se congratulaba de que se representase a la ciudad tal y como era, con "chusma, yonquis y putas" o algo así, en vez de a la imagen habitual acostumbrada a mostrar en revistas y televisión, centrada especialmente en la Semana Santa y la Feria de Abril. El escritor cartagenero tiene otra historia de amor/odio con Sevilla (en mi caso es sólo de odio, como he dicho otras veces); le duele cómo una ciudad con tanta historia, cultura a priori, y tantas posibilidades, se quede ensimismada en la autocomplaciencia y se regodée en su Semana Santa y otros temas folclóricos, y así lo ha dejado por escrito innumerables ocasiones.
En nuestro caso almeriense, poco hay para que la ciudad se quede ensimismada. Tal vez porque sea más consciente de sus limitaciones, y más modesta y realista, pero tampoco se autopromociona con fuerza. Si acaso, el único ensimismamiento lo veo en su reverenciado y conocido tapeo, toda un arma de doble filo; pocas vías hay tan conducentes hacia el alcoholismo como el tapeo. Ciertamente, las terrazas y bares están siempre llenas de gente tapeando. Ojalá los almerienses fueran más emprendedores y tuvieran la misma iniciativa para trabajar, salir del hoyo, pujar por la ciudad y salir de la cutrez andaluza, y demostrasen más interés por la cultura,  que el que tienen al tapear, si bien, es justo señalar el ahínco y las ganas que un buen número de almerienses le han echado en estos últimos 50 años, para ir sacando la cabeza, poco a poco y sin la ayuda de prácticamente nadie, e ir adecentando el erial de nuestra provincia. 

Como tantas veces mencionado, no se entiende el progreso de Almería sin los invernaderos. Ha sido enormemente positivo, aunque tuviera costes paisajísticos irreversibles. Por mucho erial que fuera la provincia, y mucha tierra yerma y mucho matojo inútil,  sigue siendo preferible, para mí,  al océano de plástico blanco, el cual en ocasiones no  se alcanza a ver el fin, perdiéndose la vista en el paisaje borroso.  Únicamente las descarnadas montañas profundamente marrones continúan impecables, junto con las vegas repletas de naranjos y otros frutales surgidas al agua de los escasísimos y raquíticos ríos.  Es un paisaje duro, pero hermoso. Vacío, pero lírico. Sin duda la música de Morricone le queda ajustada como un guante, y eso teniendo en cuenta que el genio italiano no llegó a pisar Almería.  Un paisaje, por lunar, africano y espectacular, que ya atrajo a turistas y estudiosos, primero a extranjeros y luego a nacionales.  Primero extranjeros, sí. El primer gran turista  fue el austríaco Rodolfo Lussnigg  (1876-1950), empresario  y cónsul de Austria en España, quien acuñó el término "Costa del Sol"  para referirse al litoral almeriense; dicho término fue luego arrebatado a Almería  por la escasamente glamurosa costa de la provincia de Málaga. Lussnigg además, promocionó mi patria chica con el lema "Almería, donde el sol pasa el invierno", en fecha tan temprana como la década de 1920. 

Si bien no suficientemente desarrollada y promocionada, también es justo reconocer la importancia del cine en el despegue de la ciudad y de la provincia en la segunda mitad del siglo. En los años 50 comenzaron a usarse escenarios almerienses, aunque el boom llegaría en los sesenta, con El Cid o Los Siete Magníficos. Con todo,  la película más significativa y recordada rodada en parte en la provincia y la que iba a dar el auténtico campanazo, con un "efecto llamada"  para el resto de cineastas, fue Lawrence de Arabia, allá por 1961, cuando Almería era aún esa tierra despoblada, oscura y difícil, y a donde habían ido ya eruditos y escritores como Luis Siret, Gerald Brenan o Juan Goytisolo. Similar todavía  a la trágica tierra de cortijos de las Bodas de Sangre lorquianas. Desde entonces ha llovido mucho, demasiado. Prácticamente ninguno de esos pioneros viajeros reconocería a la provincia, y creo que tampoco a la ciudad.  Brenan, autor de Al sur de Granada, entre otros libros, escribió hace 90 años que Almería era "como un cubo de cal al pie de una montaña gris".  Actualizando el concepto y las medidas, hoy día sería como un volquete de cal

La ciudad ha cambiado mucho, y ha crecido desordenadamente, tan desordenadamente que es bastante habitual ver edificios feos y nuevos (de los años 60 y 70, se entiende) en el mismo lugar o contiguos a casas más antiguas y típicas de la arquitectura almeriense del siglo XIX. Prácticamente no queda ningún vestigio arquitectónico anterior al siglo XIX, exceptuando algunas mezquitas e iglesias. Unas cinco casas, como mucho. Lo que no han borrado del mapa algunos terremotos, lo han terminado de finiquitar la imparable acción del hombre, siempre inconsciente. Son frecuentes las torres de 8 o 10 pisos, vecinas de viviendas de dos plantas como mucho. Barrios en teoría antiguos, lucen hoy día con horribles edificios de la época de la expansión económica del franquismo. Así, si los monumentos y vestigios son escasos, y en algunos casos en maltrecho estado,  menos se ven aún cuando están rodeados o semi-ocultos por construcciones modernas con el gusto en el culo. 

Aún así,  Almería tiene un extraño encanto. No sólo lo digo yo, al fin y al cabo hijo orgulloso de su tierra,  o parte de mis paisanos. Deben decirlo, o al menos pensarlo, todos aquellos turistas llegados desde hace más de 50 años, los que han repetido y los que han venido aquí por su propia voluntad, buscando su clima benigno, su sol generoso y sus limpias aguas mediterráneas. O simplemente  tranquilidad, al ser Almería y su provincia un lugar relativamente aislado, con un aeropuerto pequeño y de poco tráfico, una deficiente comunicación por vía férrea ("Azorín" consideraba el avance del tren como signo claro de progreso. Prefiero no pensar qué diría de Almería hoy) y unas poblaciones pequeñas y tranquilas, como los pueblos alpujarreños con verdadero encanto,  además de sus reverenciadas playas y vírgenes fondos marinos, claro está.

Debe de haber una suerte de lirismo en su descarnada fisonomía, en su eventual suciedad y desprendimiento. Un gusto innegable por sus modestas características. Modestas y honestas, por otra parte. Aquí no se vende la moto como en otros sitios.

Hay, porque lo hay, una gran belleza en sus eternas puestas de sol.  Tanto desde la playa con las luces de la ciudad al fondo y la mole ocre de la sierra de Gádor sobre ella, y más alto aún el impoluto cielo, una bóveda perfecta. O mirando en otra dirección, con las gradas de las estribaciones montañosas de Sierra Alhamilla y los Filabres detrás, cuando delante sólo tienes los farallones de Cabo de Gata, a veces invisibles por la calima y la niebla, en ocasiones tan nítidos que parecen poder tocarse con la punta de los dedos.  O desde las estrechas calles de la Chanca o Pescadería, con las almenas y torreones de la Alcazaba mutando de color y  dominando la postal oriental. Ciertamente, aun a riesgo de caer en el tópico, Almería en ocasiones es mucho más africana y oriental que europea. Eso no es negativo; simplemente es así. Oriental es la ciudad antigua de Corfú, en la homónima isla griega, la cual a mí se me antojó perfectamente Almería. Me sentí como en casa.

Hay, ciertamente lo hay, otro extraño encanto en el poco cuidado barrio de El Zapillo. Como escribí aquí sobre ello, he pasado muchos años en él, y, para asombro mío, los turistas siguen afluyendo a esta apartada zona de la ciudad. Debe haber algo que se te mete en el alma, algo de sus larguísimas puestas de sol que te iluminan para siempre los ojos. Algo en su sereno y bravío, azul y verde, limpio y sucio a la vez mar Mediterráneo, milenario espacio por donde han pasado tantos pueblos desde los primeros pasos del hombre. Algo se te debe de iluminar cuando estás en las sucias playas de El Zapillo, tanto como alumbran las  intermitentes luces rojas del pequeño y blanco faro del puerto. Algo, algo debe de surgir  para siempre de esa mezcolanza de sonidos y aromas. Esa brisa marina  con deje de graznido de gaviota que te arrulla y golpea, dejándote sabor a pescado y civilizaciones antiguas. Algo debe tocarte esa suma  de vocerío, salitre, olor a humanidad, agua estancada de boquera  y fritura de marisco, y que va subiendo por entre las desconchadas torres de hormigón...

Almeriense. Y a mucha honra. No me preguntes por qué, pero lo soy.


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