30.11.11

Libros

Entre los modestos y dignos metros cuadrados de mi habitación, como posesión material más preciada, tengo una biblioteca. Mi biblioteca -debe y puede llamarse así- consta de 310 volúmenes. A mí me parecen pocos e insuficientes, verdaderamente escasos. Gente habrá de mi opinión, como también otras personas considerarán que tengo demasiados, una exageración de libros.

Sean muchos o pocos, hay varios tipos de libros. Entre los míos, en puridad, de esos 310, 224 son, digamos, de literatura y obras de historia. Por tanto 86 corresponden a diccionarios, enciclopedias, atlas y manuales de historia (creo que se puede y debe distinguir entre obras de historia, tipo La trata de esclavos o Casacas rojas, y manuales más encaminados al estudio, válidos para prepararse un examen, por ejemplo, como La época medieval. Historia de España. Además me refiero a libros, no a fotocopias de manuales. Eso es otro asunto), manuales de historia, como digo, e incluso una ajada Biblia de 1969, una Nácar-Colunga familiar con páginas casi transparentes. Apenas me he leído nunca algo de la Biblia, salvo algunos pasajes y la parte referente a la Pasión de Cristo, cuando hace años me gustaba leerla en Semana Santa, creo que para comparar con los pasos y enterarme mejor de los acontecimientos. ¿Dónde se podría ubicar una Biblia?. ¿Literatura, obra histórica y de historia, por sus abundantes referencias? ¿Un poco de todo?. De todas formas, creo conveniente tener una a mano, aunque sea agnóstico, por su importancia y trascendencia desde hace siglos y siglos. Es un libro, al fin y al cabo. Libro. Uno de los objetos (en realidad, es mucho más que un objeto) más valiosos e importantes de la historia de la humanidad.

¿Qué puedo decir yo de los libros, en esta época ingrata de tabletas y digibooks? Me han acompañado desde que sé leer, han estado conmigo en las sucesivas habitaciones en otros tantos lugares a lo largo de mi vida, y siempre me he sentido como protegido entre filas y filas de ellos, ya sea sobre estanterías o sobre la mesa. Han estado siempre a mano cuando necesitaba evadirme un rato, tanto desde antes de tener ordenador como después. O cuando simplemente quería leer un buen tiempo, disfrutando enormemente. O un ratito (que a veces se convertía en trasnoche) antes de dormir. He sido siempre el lector de la familia, hasta tal punto de parecer a veces un aislado del mundo, un solitario; principalmente ello me viene de mi abuelo materno y, en menor medida, de mi madre.

Volvamos a los más de 300 libros encaramados a las paredes de mi cuarto. No sé si se podría decir que es una biblioteca variada, dada mi inclinación por los grandes y medianos clásicos; prácticamente no tengo ningún título posterior a 1945, a excepción de tres o cuatro, algunos libros de historia y de las obras de Pérez Reverte o Delibes. Soy un clásico, también para los libros, en este sentido. En cuanto a la temática, si echas un vistazo rápido a mis hileras, pronto te darás cuenta de mis gustos históricos, aventureros y de títulos muy conocidos. Aunque a mí me siguen faltando muchísimos, y siempre que voy a una librería, encuentro 20 libros más para sumar a los fondos. Vuelvo a repetir que tengo pocos libros, para mí. Seré totalmente feliz y hablaré con propiedad cuando ronde o supere el millar.

Fondos formados por varios procedimientos: compra, regalo, donación...siempre es bueno el momento para hacerse con un libro. Puede hacerme enormemente feliz encontrar estupendos libros de segunda mano al irrisorio precio de 1, 2 o 3 euros. Ya sea en librerías de viejo o en mercadillos benéficos. Los busco incansablemente, porque siempre es mejor un libro en una estantería o sobre la mesita de noche que en la basura o en la hoguera. Y desde luego siempre procuro recoger aquellos libros que languidecen llenos de polvo en algún rincón familiar, rehabilitándolos.

No es la mía una biblioteca desordenada, caótica y con libros formando torretas como en algunas librerías; aunque verdaderamente aún me quede algo de espacio y no tenga tantos libros como para empezar a acumularlos en el suelo, esos centenares de volúmenes bien podrían llevar al caos. Pero no. Yo los distribuyo con un cierto orden: por ejemplo en la esquina superior izquierda de la estantería principal, tengo algunos clásicos españoles de Espasa Calpe y ciertos libros de historia de España del siglo XX pertenecientes a mi culto abuelo; más al centro, novelas históricas como El samurai, Soberano, Las mujeres del Rey Católico o Los Borgia. Más allá, libros infantiles y juveniles estilo El Barco de Vapor y, pegados a la pared, clásicos del XIX como Ivanhoe, Moby Dick , La Narración de Arthur Gordon Pym y varios de Julio Verne, los cuales me acompañaron en mi niñez, cómo no, a instancias de mi abuelo. En el estante de abajo, más clásicos españoles, si bien de otras editoriales, además de los Quijotes (4 o 5), y, con espacio preferente, buena parte de las obras de Arturo Pérez Reverte, destacando el amarillo ligeramente ocre de la saga de Alatriste. A continuación tengo las joyas de la corona, tres grandes tomos blancos de la colección Cátedra Avrea correspondientes a Todo Sherlock Holmes, Los Tres Mosqueteros-Veinte Años Después y El Vizconde de Bragelonne. Pegados a ellos, en edición más modesta, grandes clásicos como El Conde de Montecristo, Crimen y Castigo, Los Hermanos Karamazov, La Reina Margot, La Isla del Tesoro, Madame Bovary, Nuestra Señora de París o Drácula. Debajo, a un lado de la mesa tengo enciclopedias históricas, atlas y mapas, otra de mis pasiones desde bien pequeño: la geografía; podía pasarme las horas muertas recorriendo en el sillón o en la silla ríos, montañas, pueblos, fronteras de provincia, capitales, pueblos, aldeas y megalópolis. Enfrente, en la otra pared, otros tres estantes. Aquí expongo obras históricas del calibre de La conquista de México, La trata de esclavos, El Imperio Español, La Guerra Civil Española (todas de Hugh Thomas. ¿Quién me lo descubrió? Mi abuelo, nuevamente) , El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en tiempos de Felipe II de Braudel, Carlos V y sus banqueros, de Ramón Carande, y otras. Más arriba quedan los tomitos de El señor de los anillos, El Hobbit y El Silmarillion.
Es la mía una biblioteca normalita, sin lujos o libros excesivamente caros, pero sí desde luego bien cuidados. Guardo como oro en paño las obras completas de Blasco Ibáñez, en tres tomos y con finísimo papel frágil hasta para mirarlo, editadas en 1949. O una gran crónica de la II Guerra Mundial, de las Selecciones del Reader´s Digest, en tres grandes tomos, de 1965. Observo con una sonrisa un ejemplar firmado por José María Aznar, y nunca dejo de hojear o comenzar de nuevo la edición del IV Centenario de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, un excelente libro (me refiero a la edición. La obra en sí no necesita presentación, desde luego, y yo soy indigno de poder escribir sobre ella) de la Real Academia Española, con cientos y cientos de anotaciones del gran sabio Francisco Rico, muy útiles para poder comprender mejor la obra, su contexto, su significado y su importancia. Muy recomendable. También están los dos tomos ilustrados, ya mencionados en otras entradas, de la trilogía de Los Mosqueteros, o la serie de los Episodios Nacionales de Galdós dedicada a la Guerra de la Independencia. Hay libros más modestos y pequeños, pero con grandes evocaciones, como el libro de las milicias del rey de España que me regaló un profesor de la carrera, todos aquellos libros que pertenecieron a mi abuelo y todavía parecen desprender su aura, y otros, los cuales me fueron regalados y algunos llevan hasta dedicatoria, algo muy apreciado y valorado por mí. Otros van relacionados a momentos concretos de mi vida: cuando tengo ante mí El Hobbit, siempre me acordaré de mi operación de apendicitis y de su ayuda en mi semana ingresado en el hospital, en 1998.

Tras esta detallada y tediosa descripción de mi biblioteca, pasaremos ahora a las sensaciones. Las sensaciones que me transmite a mí un libro. Pasar un rato, o cinco horas, con uno. Sin preocuparte por la batería o la nitidez y el brillo de la pantalla. Tocarlo, deslizar los dedos por el papel o el lomo, el ruido de una página al pasar, el olor a nuevo o a viejo, el aroma a guardado, a cerrado, a décadas de quietud. Olores de épocas pasadas. Libros con carga sentimental. Hojas y hojas. Muchos tipos de letra, unas más duras y menos fáciles de leer, especialmente si son antiguos, otras más agradables y sensibles a la vista. Papeles de color blanco impoluto o amarillento, ya sea grueso y sonoro, rugoso o liso, frágil y blanquecino, ligero y nervioso. Contemplar los grabados, ilustraciones o mapas, si los lleva. El peso de un libro en la mano, el brazo o en el regazo. Llevarte un ejemplar a la cama, o en el tren, o a la playa, a un patio. ¿Y el olor a papel nuevo de muchas librerías? En el otro extremo, el aroma a hojas ajadas de viejas y caóticas tiendas. Yo, con mi habitual querencia por oficios pasados o sin futuro, siempre he querido ser librero. Vivir entre, por y de los libros. Un sueño. Pero... ¿ser librero en una época donde no dejan de cerrar librerías y el libro tal y como lo hemos conocido siempre está condenado a desaparecer?. Mal asunto.
La presencia física tan palpable de un libro de papel es algo que la frialdad de las tabletas y de los libros electrónicos no pueden imitar o igualar, con toda su perfección de máquina y su rapidez. Pasar una página de un digi-book, tan rápido y silencioso, no se puede comparar con tocar y sentir en las yemas de los dedos las características de papel, y su ruido caracteristico. Como digo en mi pequeña presentación en el perfil del blog, pienso seguir siendo fiel al libro, tal y como lo venimos conociendo desde hace 400 años. Esta bravata es totalmente sincera, como también reconozco el realismo obligado acorde con los tiempos; más temprano que tarde el soporte electrónico se acabará imponiendo sobre el orgánico. Principalmente por la disminución considerable del precio en elaborar uno, por la rapidez en elaborarlo y distribuirlo y porque (en teoría) al hacer y distribuir libros electrónicos, no precisamos de árboles para ello. Desde luego hace 400, 300 o 500 años no tenían este problema, pero siglos de industrialización y crecimiento han ido dando al traste con los ecosistemas, y tal vez se vaya al limbo la naturaleza de este mundo antes que el ser humano. Al tiempo. No me gustan los libros electrónicos, desde luego, pero supongo serán necesarios dentro de no mucho. Han dicho por ahí que es un avance comparable al de la imprenta sobre los códices y papiros. Tal vez. Como otras tantas cosas de nuestros tecnológicos y globalizados tiempos, no me seduce. Habrá que acatarlo, si bien pienso seguir comprando hasta el final libros tradicionales, hasta cuando no se fabriquen, y después, compraré los viejos. Por supuesto, no pienso tirar a la basura ni uno. Antes me bato en duelo. Ya me imagino en 2040 o 2050 como un viejo buscador de libros de papel, acumulándolos en mi casa, sintiéndome protegido entre ellos, a expensas de un mundo que quizá no me guste en absoluto.

Los libros siempre han estado ahí, para mí. Entre ellos me siento mejor que en el más inexpugnable de los castillos. Siempre están ahí cuando los necesites, y no piden nada a cambio, sólo algo de cuidado y consideración. Cuando algo me ha fallado, o el ambiente estaba enrarecido, o había guerra en mi interior, o no tenía otra cosa para hacer, o en la calle tronaba o, simplemente y por mi propia voluntad, me he abstraído con uno. Siempre es bueno el momento para reírse de la mandíbula de Carlos V o de su costumbre de beber cerveza helada como desayuno, comprender por qué se podía tardar tanto si el mistral se ponía orgulloso en un simple viaje en barco de Marsella a Argel, cómo podía haber tanta miseria en las calles de las ciudades españolas en el Siglo de Oro pese a los metales preciosos americanos, qué pasó día a día en el último año de Franco, renegar del género humano al enterarse cómo transportaban los negreros a los esclavos africanos y les echaban pimienta en sus llagas de látigo , maravillarse del Antiguo Egipto recorriendo Menfis con Ramsés II o Pazair, seguir a Ulises en su eterno e inmortal retorno a casa, contemplar a salvo la épica pugna de troyanos y aqueos, escuchar las conversaciones hilarantes o trascendentales entre Alonso Quijano y Sancho Panza, contemplar esa Castilla fría y austera, grande en su miseria de la mano de Delibes, admirarse del enamorado verso renacentista de Garcilaso, meterse en alguna complicada trama de misterio con Coy, con Jaime Astarloa, con una tabla de Flandes o una piel del tambor sevillana de por medio. Nunca serás un cobarde para batirte en duelo por una mala mirada si se tercia, si tienes a tu lado a Diego Alatriste y Tenorio. Con él irás al infierno, si es preciso, como Íñigo Balboa. Ni cobardía, cansancio o tristeza nublarán tu mente si tienes unos amigos como Athos, Porthos, Aramis y D´Artagnan; no hay personajes más buenos, humanos y adorables, no hay maldad ninguna en estos tres mosqueteros (que en realidad son cuatro) pendencieros, borrachines y fanfarrones. Viajando por ellos por la campiña francesa o recorriendo el París del XVII amarás a Francia y a los altivos gabachos, pensarás como si no hubiera mañana y te emocionarás cuando las cosas se pongan feas de verdad. Diversión fácil y sin demasiadas pretensiones, pero inmortal y entreteniendo sin cesar desde hace más de 160 años a personas de todas las edades, razas y épocas; y como han dicho innumerables veces, Dumas ha enseñado más historia y conminado a muchos a amarla más que muchos historiadores y manuales. Más esfuerzo de concentración requieren los sesudos y complicados dramas rusos de Dostoievski o la famosísima distopía de Orwell, 1984. Recorrerás la estepa castellana y reconquistarás Valencia formando parte de una de las mesnadas de El Cid. Conocerás cómo era de peculiar y arcaica España hace 90 años de la mano de Brenan. Volverás a la niñez con Silver y Hawkins en su isla del tesoro, no querrás ir nunca a Transilvania tras conocer a un tal conde Drácula con sólo leer las cartas y diarios de los protagonistas, se te quitarán las ganas de meterte como polizón en un navío después de leer a Poe, y te encantará aun más el siglo XIX (como me ha pasado a mí) si te has empapado de los viajes y personajes de Verne, de la largamente mencionada en otra entrada Regenta o de las tramas de crimen, intriga y problemas sin resolver de Sherlock Holmes. Siempre será un buen momento para tomar el tren de las 11:13 para Winchester en Paddington junto a Holmes y Watson, aunque realmente sea siempre el maniático detective quien se entere el primero y casi el único de la copla. Son éstas unas aventuras a veces serias, pero te pondrás más serio, trágico y desengañado de la humanidad con la desgraciada historia de Edmond Dantès, y personajes como el vengativo conde o los odiosos Danglars y Fernando, y lugares como el castillo de If, la isla de Montecristo, la Roma de los bandoleros o el París del ensanche decimonónico nunca se irán ya de tu mente y tu corazón...

Ratos inolvidables, casi tan palpables como las páginas de un libro. Muchos compañeros, amoríos, amigos y enemigos: el profesor Lidenbrock, Ahab, el señorito Iván, Phileas Fogg, El Nini, Lázaro de Tormes, El Cautivo de Berbería, Pablos, Moriarty, Fermín de Pas, Caderousse, Rochefort, Pepita Jiménez, Long Silver, Maritornes, Gabriel Araceli, Gualterio Malatesta, Kurtz, Mina Harker, Azarías, Rinconete y Cortadillo, Milady, Gandalf, el capitán García, el Golem, Tánger Soto, Irene Adler, Axel, Macarena Bruner, Eddard, Angélica de Alquézar, Raskólnikov, Mercedes, Dúvia, el padre Quart, el pirata Garrapata, el capitán Nemo, Penélope, Héctor, Aragorn, Aquiles, Ana Ozores, doña Jimena, el Ciego del Lazarillo, Minaya Alvar Fáñez, Cipión y Berganza...¿muchos?. Pocos. Me falta un océano, aún. Y he excluído a los personajes históricos, los cuales en algunas ocasiones puedes sentir muy cercanos. Reales, irreales, imaginarios o históricos, todos, todos ellos hace tiempo saltaron de las simples páginas de papel y perduraron mucho más que sus padres.

Miles de personajes y miles de momentos inmortales con toda clase de emociones. Muchas gracias, de todo corazón. Pocos placeres hay comparables a abrir un libro y empezarlo, continuarlo o finalizarlo. Leer es vivir.

2 comentarios:

  1. Hola!
    Firmo como Anónimo pero soy Lalachan, si me recuerdas del foro de Filmaffinity (como no me sirve ningún perfil del blog, pues tengo que firmar así). Le acabo de echar un vistazo a algunas de tus entradas, pero esta me ha gustado mucho porque se parece enormemente a lo que ha sido mi sueño desde niña: vivir por los libros.
    Como poseedora de una pequeña gran biblioteca (tengo pendiente hacer inventario, pero en mi casa das una patada y aparecen doscientos libros probablemente míos), a mí también me apena que se dejen de lado los libros, pequeñas criaturas vivas de papel y tinta, y se pase al formato electrónico, quizá más cómodo, pero no tan entrañable.
    ¿Ser librero? Otro sueño que compartimos. Cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, yo decía: Quiero tener la biblioteca más grande del mundo para poder leer siempre. Sigo pendiente de hacer realidad ese sueño, como le pasaba a Borges. Algún día.
    En fin, por ahora nada más. Pero prometo echar un vistazo por tu blog con más frecuencia. Y, si no, siempre nos quedará Filmaffinity. Un saludo!

    ResponderEliminar
  2. Muchísimas gracias Lalachan!!! De nuevo coincidimos. Para qué añadir nada más. Nos vemos por aquí y por FA!!
    Un saludo!!

    ResponderEliminar