7.7.15

La increíble odisea de Francisco de Cuéllar en Irlanda


          Costa norte de Irlanda.


 A finales de septiembre del año de Nuestro Señor de 1589 desembarcaba en Dunquerque un capitán español con una camisa por toda vestimenta y posesión. Medio cojo y maltrecho, se llamaba Francisco de Cuéllar y estaba vivo de puro milagro, después de haber superado toda clase de avatares tras el naufragio de la "Grande y Felicissima Armada" (la Armada Invencible) en las costas de Irlanda, siendo perseguido y apaleado como una alimaña por los ingleses en el norte de la verde isla.

Casi acaba sus días allí, pero estaba vivo y coleando y pardiez que iba a contar su historia, escribiendo un memorial a su rey,  Felipe II. La misiva ("Carta de uno que fue en la Armada de Ingalaterra y cuenta la jornada")  fechada en Amberes el 4 de octubre de 1589, no sólo es un extraordinario relato de primerísima mano acerca del heroísmo, la lucha por la vida, las  desgracias, las creencias religiosas  y la crueldad;  también es una valiosa fuente sobre las peculiaridades de Irlanda a finales del siglo XVI, e incluso sobre las relaciones entre seres humanos, que poco o nada han cambiado desde el amanecer del hombre. 

Mucho se ha escrito y debatido sobre cuál fue la mayor causa del desastre -que no derrota- de la Gran Armada que el tonante Felipe II enviara a Flandes para embarcar a los tercios con el objetivo último de invadir la hereje isla y derrocar a la reina Isabel: el tamaño de los navíos, los errores del comandante en jefe, el duque de Medina Sidonia,  la falta de pericia de los mandos castellanos (la misteriosa muerte del mítico Álvaro de Bazán unos meses antes supuso un duro golpe), la destreza (y la potra)  de los ingleses o, una de las más convincentes, la desigual calidad de los 120 barcos españoles junto al temporal que dispersó  a dichos galeones, urcas, naos y carabelas. Por mucho que se lamentara amargamente el rey ("yo envíe a mis naves a luchar contra los hombres, no contra  los elementos") bien es cierto que la responsabilidad de mandar la arriesgada expedición en verano fue en gran parte suya, aunque en su honor debe decirse, como afirma Geoffrey Parker, que demostró estoicismo y  no buscó chivos expiatorios. 

Teorías y confabulaciones aparte (cómo hubiera cambiado la historia de Europa de haber triunfado la empresa y etcétera, aunque poco se habla del vergonzoso gatillazo inglés de la Contraarmada en La Coruña y Lisboa al año siguiente, o de las nulas consecuencias para la Monarquía Hispánica de la "derrota" de 1588), lo cierto es que el fracaso de la Armada dejó a los miles de hombres embarcados abandonados a su suerte, en otra historia española tantas veces repetida. Además, bloqueados en el Canal de la Mancha por los ingleses, Medina Sidonia tomó la decisión de volver a la Península bordeando Escocia e Irlanda, con el plus de peligrosidad que ello suponía, primero por el largo viaje y segundo por la probabilidad de tormentas, con el añadido del tremendo frío del Atlántico Norte. Un tercio  de los navíos españoles  se perdieron o se hundieron en las procelosas aguas del océano y más de 15.000 hombres dejaron este mundo, ya fuera por el clima, las enfermedades, el hambre o la mar. Una reducida cifra de soldados sobrevivió a los naufragios frente a las costas de Irlanda. Entre ellos se encontraba Francisco de Cuéllar, capitán del San Pedro, de 24 cañones.



Poco se sabe de su origen y de su vida. Por los datos que se pueden leer en diversos documentos, habría nacido entre 1560 y 1564 en algún lugar de Castilla,  posiblemente en el triángulo entre Segovia, León y Extremadura,  a juzgar de ciertas expresiones  escritas suyas. En 1581 tiene su debut bélico en Portugal, y luego lo tenemos batiéndose el cobre en importantes batallas como la de la Isla Terceira (la Tercera) en 1583,  y en varios viajes a las Indias, llegando hasta Brasil y al remoto cabo de Hornos. En 1588 ya era pues, pese a su relativa juventud, un soldado no precisamente novato, tan abundante en estos tiempos fascinantes y violentos; también eran frecuentes los militares bravos, levantiscos, de lengua fácil y pendencieros,  y de Cuéllar no fue una excepción, pues de hecho estuvo a punto de ser ahorcado en el transcurso  de las operaciones de la Gran Armada, por, al parecer, desobedecer órdenes en medio de los combates en Calais, en una acusación contradictoria. La posterior desbandandada de los barcos y la intervención de un auditor le salvaron del patíbulo.

Como milagrosamente salvaría de nuevo la vida en el Atlántico. Un espantoso temporal, con "la mar por cielo" quebró su navíoterminó de hundirlo y lo encaminó a la vorágine marina en una turba de agua salada y  madera.  De pura intervención divina pudo pensar que salvó la vida, pues de Cuéllar, como la mayoría de embarcados, no sabía nadar, pero se agarró a un pedazo del galeón y alcanzó la orilla.  Nuestro capitán se encontraba maltrecho, ensangrentado  y ahíto de agua, pero vivo, besando la arena irlandesa. Apenas pudo reponerse, pues ingleses e irlandeses (a éstos se refiere de Cuéllar como "salvajes", tal vez porque le recordaban a los indígenas del Cono Sur) estaban al quite de los naufragados y se echan encima, a rematar a los heridos que conseguían salir del mar y a robarles los ropajes y  las alhajas. Al parecer, tan lleno de sangre y desnudo estaba Francisco, que lo tomaron por muerto, y por suerte para él, de nuevo, no le tocaron. 

Vomitado por la mar, el desdichado capitán había vuelto a la vida, pero comenzaban sus penalidades. Duro fue el panorama de ver a cientos y cientos de cadáveres de compatriotas tirados en la playa, en cueros y bañados por un agua rojiza.  Como duro era  sentir el intenso frío, en el cuerpo y en el corazón,  tanto por las bajas temperaturas como por  saberse abandonado en tierra hostil. Irlanda era por entonces una isla aún más bella que en la actualidad, pero también más inhóspita, pobre y rudimentaria, con la cruel añadidura de un ejército de ocupación: el inglés. 

Con los huesos entumecidos y el cuerpo hecho un escombro, de Cuéllar vio que anochecía y se cobijó en un cañaveral, cuando se le acercó otro castellano, también medio desnudo, incapaz de hablar por la impresión y las heridas. El temporal fue amainando, pero no así el dolor y el hambre de los dos infelices. En esto se acercaron un par de irlandeses armados, quienes,  en un detalle de humanidad "se dolieron de vernos, y sin hablarnos palabra cortaron muchos juncos y heno, nos cubrieron muy bien y luego se fueron á la marina á descorchar y romper arcas, y lo que hallaban, á lo cual acudieron más de 2.000 salvajes y ingleses que había en algunos presidios por allí cerca" . Poderoso caballero es Don Dinero y poderosa es la codicia del hombre, en general, pues si los ingleses se mostraron avariciosos e implacables con los naufragados enemigos españoles, los procederes de la guerra en gran parte de la historia del mundo indican que si en las costas de España hubieran encallado navíos anglosajones  los lugareños no les hubieran recibido precisamente con un azumbre de vino y una pierna de cordero.

Cuidadosamente ocultos, de Cuéllar y su compañero pasan media noche más mal que bien, cuando despierta al capitán un estruendo de ingleses a caballo terminando de destrozar los galeones. Francisco repara en que su pobre paisano ha muerto y decide abandonar la bahía, no sin pesadumbre al contemplar por última vez los cientos de cuerpos insepultos siendo pasto de lobos y cuervos. Nuestro sobreviviente corre tierra adentro en busca de algún monasterio, pues en tales circunstancias lo mejor era acogerse a sagrado. Cuando topa con una iglesia, la encuentra dañada y quemada, viendo  dentro de ella con horror a 12 españoles ahorcados, por los ingleses, presumiblemente, pues en su calidad de invasores y protestantes no distinguían entre irlandeses y castellanos, ambos católicos. Además, como pudo ver el capitán y así lo atestigua, los herejes fueron derribando las iglesias de los isleños,  convirtiéndolas en "abrevaderos de vacas y puercos". Sin rumbo, se refugia en un bosque donde se encuentra con una vieja pastora  (el capitán se refiere siempre a los irlandeses como "salvajes", aunque más bien el salvaje parecería él, a juzgar por las precarias vestimentas que llevaba) que le reconoce, diciéndole "tú España" (sic), y entendiéndose entre palabras sueltas y gestos, la anciana le conmina a huir de allí pues los ingleses andan cerca, ocupados en degollar españoles. 

De Cuéllar decide volverse a la costa, en cuyas rocas se habían estrellado los galeones, en busca de algún compatriota y de comida, pues ya han pasado casi tres días desde el naufragio. Efectivamente encuentra a dos soldados, heridos y completamente desnudos, escapados de los ingleses. Éstos le cuentan al capitán las penurias y castigos que habían padecido cien compañeros suyos a manos de los enemigos. Francisco decide acercarse al cementerio de la playa para intentar conseguir algo de comida y bebida. Allí vuelve a contemplar los cuerpos inertes que el mar, incansable, sigue expulsando a la tierra. De Cuéllar, reconociendo a algunos amigos, determina enterrarlos y darle sepultura, aunque sea precaria.  Es difícil no conmoverse al imaginarse el panorama que los tres desgraciados, medio desnudos y medio muertos de hambre y frío, calados hasta los huesos y tan lejos de casa, vieron. 

En ello estaban cuando se les acercó un gran grupo de irlandeses, y con ellos se entendieron por gestos (si los españoles poco hablaban el inglés, aún menos el gaélico, y lo mismo puede decirse de los irlandeses respecto del castellano), diciéndoles que estaban protegiendo los cuerpos de sus compañeros de los cuervos, e intentando comer el bizcocho rescatado de los galeones. Algunos hiberneses trataron entonces de maltratar y desnudar (otra vez) a de Cuéllar, pero parece se impuso el buen corazón de uno de los líderes, y los tres españoles marcharon junto a los isleños. 

El supuesto cabecilla acompañó un trecho al trío de naúfragos  y les encomendó dirigirse a su población, a la cual él llegaría pronto, pero más tarde. Descalzos y doloridos, el capitán en particular tenía una herida en la pierna de larga curación, que muchas dificultades le trajo. No pudiendo seguir la marcha de sus dos compañeros, más desnudos y con más frío que él, se fue quedando atrás. Así vislumbró a lo lejos unas casillas de paja, pero en el bosque previo le salieron al paso un viejo irlandés acompañado de su hija, más un inglés y un francés. Extraña compañía esta. El inglés tomó la iniciativa y le lanzó cuchilladas  a nuestro capitán, quien, armado con un simple palo, fue herido en la pierna derecha. Hubiera muerto si no fuera porque al parecer intervinieron la hija y su padre el salvaje, quienes a pesar de todo volvieron a desvalijar al pobre Francisco. La joven irlandesa se apiadó del español y consiguió que los tres hombres le dejaran en paz, si bien robado y desangrado en el bosque. Con todo, la buena familia (dice el capitán que la hermosa joven era "amiga" del inglés)  envió a un muchacho para que le curase la herida de la pierna con un emplasto de hierbas y le diese algo de comida (manteca, leche y pan de avena). 

Algo más restablecido, informaron a de Cuéllar sobre la existencia de un "gran señor salvaje" con tierras y amigo del rey de España (por tanto rebelde y enemigo de los ingleses), quien estaba recogiendo y ayudando a los soldados naufragados; éstos eran ya ochenta. Ilusionado, con renovadas ganas de vender cara su vida y provisto y armado de su palo, el intrépido capitán tomó de nuevo el camino, en busca de ese gran señor, quien tal vez fuera el que le había socorrido en la playa. Se considera que de Cuéllar dio con su barco en la costa de Donegal, al septentrión de la hoy República de Irlanda, y su odisea le llevó por amplias zonas del Ulster, en la actual Irlanda del Norte. 

                       La playa donde se considera naufragó Francisco de Cuéllar. Donegal, Eire.


Esa misma noche y siguiendo las indicaciones de sus benefactores, de Cuéllar llegó a unas chozas donde fue bien recibido, y donde pudo interactuar más o menos bien, pues uno de los lugareños hablaba latín.  Francisco, sin ser culto, no era ningún patán iletrado; de hecho, en una frase reconoce que su increíble narración parece sacada de un libro de caballerías. Así pues, conversaron largamente y el capitán fue de nuevo curado y repuesto gracias a  la rústica gastronomía hibernesa. Al día siguiente y provisto de un caballo y de un joven guía, retoma el camino en busca del gran señor. Se entera que los irlandeses se refieren a los españoles como "España" y a los ingleses como "sasana" (¿tal vez una reminiscencia de  "saxon" ?). Estos sasanas se contaban por miles por toda la isla y buscaban sin cesar a los castellanos, y en su calidad de honorables ingleses venían hostigando a los irlandeses desde hace cientos de años. 

Como un presagio de lo que luego sería el dividido Ulster, la pareja se topó con un grupo de salvajes, pero luteranos, que intentaron por todos los medios matar a de Cuéllar. El buen muchacho les convenció que el español se trataba de un prisionero de su amo, pero a pesar de todo estos irlandeses protestantes le dieron una paliza y desnudaron (otra vez) al pobre capitán. Lo dejaron "en carnes, como nací", y el temeroso mozo decidió volverse a su choza. Una vez más, Francisco de Cuéllar hizo acoplo de su enorme valor y capacidad de supervivencia, y con la ayuda del muchacho se hizo un "traje" con helechos y una estera vieja. Una vez solo, en pos de la vida, que ahora era ese señor protector de españoles, y esquivando a los ingleses, la muerte, recorre los ventosos y solitarios senderos repletos de piedras y fango.

Poco a poco llegó a un lago a cuya orilla se esparcía una aldea de treinta chozas. Anochecía y el villorrio parecía despoblado, y se dispuso a buscar algún lugar donde tumbarse a descansar.  Unos sacos de avena le parecieron recomendables , e iba a acostarse cuando en la oscuridad se acercaron tres figuras medio desnudas que primero se le antojaron diablos, pero una vez disipado el miedo, comprobó con alegría que eran tan desgraciados y españoles  como él. Nuestro Francisco, tras escuchar sus penalidades y armado de más esperanzas que ellos, les informó de la cercanía de las tierras de ese deseado gran señor, de las cuales distaban sólo tres o cuatro leguas. Además los tres soldados se animaron doblemente pues se enteraron de que se encontraban ante el capitán Cuéllar, quien creían ahogado. Tras una frugal cena de moras y berros, el pequeño grupo se escondió, enterrándose en paja, con la intención de descansar. Al menos durante unas horas lo consiguieron, pero pasado ese tiempo, comprobaron que el poblacho no estaba deshabitado pues un buen número de irlandeses fueron llegando...

Con el lógico temor por la experiencia de tantos infortunios y palos recibidos, los españoles sospecharon que podían tratarse de luteranos (y si no lo eran, tampoco nadie les aseguraba su amistad) , no se movieron un ápice de su escondite vegetal y allí permanecieron, sin apenas respirar, mientras el pueblo trabajaba y hacía vida. Cuando llegó la noche se decidieron a salir, bien abrigados con paja y heno para protegerse de la fría luna hibernesa, y emprendieron una nueva huida apresuradamente. 

La suerte volvió a favorecer al afortunado capitán Cuéllar, pues tras superar los peñascos de la incertidumbre llegaron a otro poblacho de mejor gente donde los irlandeses les acogieron con hospitalidad, aunque quizá lo más correcto sería decir con misericordia. Los españoles bien pudieron sentir una euforia revestida de infinito agradecimiento cuando vieron a aquellos extraños y rudos campesinos reunidos en clanes (es fácil imaginárselos como los escoceses e irlandeses de Braveheart, especialmente Stephen el loco), movidos por la caridad cristiana, en particular católica, y hospedando a esos sucios  forasteros recién llegados; de Cuéllar reconoce con vergüenza que su propio aspecto, con el cuerpo rodeado por la miserable estera y lleno de paja, movía forzosamente a la lástima. Allí se encuentran con al menos, 70 compatriotas, también en regular estado.

Al fin habían llegado al pueblo de ese gran señor, que el capitán refiere como "Ruerque" o "Ruerge", un "muy buen cristiano y enemigo de herejes", quien no es otro que Brian O´Rourke, reconocido rebelde irlandés.  Tal señor se encontraba fuera de sus tierras,  Leitrim, pues en esos momentos guerreaba en otro territorio contra los ingleses. Los salvajes le dan a Cuéllar  "una mala manta vieja, llena de piojos", con la cual por lo menos pudo cubrirse. Estos irlandeses también le informan de que en la costa había una nao española que estaba recogiendo a los supervivientes, y el capitán y 20 compañeros se dirigen prestos en su busca. 

Pero una vez más de Cuéllar se muestra favorecido por una suerte increíble, o divina, pues a causa de la herida de su pierna no consigue alcanzar el barco, barco que zarpa y naufraga al poco de su partida, repitiéndose el drama de las semanas anteriores: los españoles que no murieron tragados por el mar, lo hicieron pasados a cuchillo por los ingleses. Pobres infelices. 

El capitán se encaminó nuevamente por las verdes praderas, cuando se encontró con un sacerdote católico que iba disfrazado para despistar a los ingleses. Cuéllar volvió a tirar de su limitado latín y el cura quedó tan complacido que incluso el español pudo comer de las provisiones que el irlandés traía. Éste también le habló de otro líder de clanes y enemigo declarado de la reina Isabel, quien acaudillaba un magnífico castillo; todo un señor feudal, orgulloso e independiente, de esta isla a caballo entre la Edad Media y la Moderna, el cual se aparecía a los ojos de Francisco como una nueva etapa en su frenética peripecia de acorralado. El capitán obedeció al cura, que se quedó atrás, y Cuéllar conoció más adelante a un recio herrero con quien trabajó a la fuerza, durante más de una semana,  como una especie de esclavo. Mas el sacerdote estuvo providencial y rescató al español de las manos del irlandés (ya se sabe el poder de los clérigos sobre el pueblo)  y le encaminó, esta vez sí, a las tierras de ese gran señor. 

Esta vez se trata de MacClancy/MacGlanahie ("Manglana"  para Cuéllar), quien al igual que O´Rourke se distingue por su rebeldía frente al invasor inglés y por su indulgencia respecto de los españoles. Allí el capitán se reencuentra con hasta 10 compatriotas rescatados del océano. Los irlandeses se compadecen del salvaje Francisco, con sus vestimentas pajizas y su salud mermada, y le procuran una especie de manta, al modo del traje típico de la isla. Entre ellos estuvo tres meses plácidamente, estando en buenos tratos con la hermosa mujer del tal MacGlanahie, y también hubo espacio para el humor, cuando las pelirrojas y pálidas isleñas tomaron al latino Cuéllar por un gitano y le pidieron que les leyese la mano. 

Sobre las afinidades entre irlandeses y españoles también se ha escrito mucho, y no sólo en relación con sus alianzas contra Inglaterra, en las cuales les unían especialmente su catolicisimo y su hostilidad al inglés. Pero algunos escritores viajeros han querido ver en el hibernés a un pueblo más similar en carácter al ibérico en comparación con el anglosajón, e incluso consideran al irlandés como el más mediterráneo del norte de Europa. Teorías y realidades aparte, lo cierto es que Francisco de Cuéllar disfrutó por vez primera de manera prolongada en su estancia en la Isla Esmeralda. Además, pudo conocer a sus habitantes con cierta profundidad, y en su carta deja interesantes observaciones sobre sus viviendas, siempre chozas de paja y barro; sobre su gastronomía, por ejemplo, que sólo comían una vez al día y era por la noche, y bebían leche agria en vez de agua, aunque a  él le parecía la mejor del mundo, o que la carne cocida la consumían sin salar; o sobre su sociedad, que da una imagen de un pueblo de melenudos pobre y sufridor acostumbrado a la dureza del clima y del suelo y al hostigamiento de los ingleses; también deja entrever que, pese a su catolicismo, no hay mucha presencia de la ley ("en este reino no hay justicia ni razón, y así hace cada uno lo que quiere")  y que los clanes suelen pelearse entre ellos. Arcaicos y  anárquicos, o no, lo cierto es, y así lo reconoce Cuéllar con gratitud,  que los irlandeses trataron a los españoles como si fueran de su familia. 

Pero tras estos meses de reposo, llegaron noticias de la inminente llegada del gobernador inglés de Dublín, ya bien enterado de la resistente presencia de los españoles en la isla. Con cerca de dos millares de soldados se encaminaba a las tierras de "Manglana". Éste, temeroso, decidió abandonar la fortaleza con su gente para huir a las montañas,  lugares más remotos y por tanto más seguros. El gran señor les invitó a irse con ellos, pero hablar de la soldadesca española en esta época es hacerlo de épica; Cuéllar estaba cansado de interpretar el papel de zorro perseguido por los ingleses, y decidió adoptar el de león.

Junto a nueve paisanos, pensó en  "todos los trabajos pasados, el que nos venía y que para no vernos en más era mejor acabar de una vez honradamente, y pues teníamos buena ocasión no habia que andar huyendo por montañas y bosques desnudos, descalzos y con tan grandes fríos como hacía, y pues el salvaje sentía tanto desmamparar su castillo",  determinó que  "alegremente nos metiésemos los nueve españoles que allí estábamos, en él, y le defendiésemos hasta, morir, lo cual podíamos hacer muy bien".  Puestos a morir, mejor haciéndolo matando ingleses que siendo degollado por éstos.    

La recia fortaleza se ha identificado como las ruinas del castillo de Rosclogher, al sur del lago Melvin, en Donegal, República de Irlanda. Efectivamente las pantanosas aguas del lago proporcionaban protección frente al invasor, y la construcción sólo era accesible por una lengua de tierra. Cuéllar pidió a MacGlanahie víveres, pólvora  y algunas armas, entre ellas, seis arcabuces y otros tantos mosquetes. Con todo, la desigualdad numérica era enorme (puede hacerse una idea quien haya visto la película Templario, la cual, aunque esté ambientada en la Edad Media, transmite lo que es un castillo acosado por una masa muy superior) y a poco que el ejército inglés quisiera mojarse y apretase con fuerza, la casa de "Manglana" no tardaría en caer. Llegados los soldados de la reina Isabel, no dudaron en poner en práctica la guerra psicológica, atronando con sus trompetas y  ahorcando delante de los sitiados a dos españoles, prisioneros desde hacía tiempo, además de lanzar proyectiles. Pero en ese noviembre de 1588 Cuéllar y sus compañeros aguantaron durante 17 días, hasta que un insistente temporal de lluvia y nieve hizo a todas luces imposible el asedio inglés. Derrotado el ejército hereje, tomó el camino de "Duplín". 

Victoriosos los españoles, regresó de las montañas MacGlanahie. Éste, muy contento con sus amigos llegados del mar, estaba tan encantado con ellos que les  colmó de regalos e  incluso ofreció a Cuéllar casarse con su propia hermana, pero nuestro español lo rechazó amablemente; estaba cansado de la vida a salto de mata y sólo deseaba regresar, vía Escocia, a casa.  El experimentado capitán desconfiaba de tanta amistad, y junto a la resistencia de "Manglana" a dejarles marchar, le motivaron a escaparse del castillo una mañana, temprano, junto a cuatro compañeros cuando casi comenzaba el Nuevo Año. De nuevo retoma Cuéllar la senda solitaria, ventosa e incierta, y tras veinte días encuentra otros poblados de chozas donde los lugareños ya no se sorprenden de su presencia, pues le cuentan y le muestran los restos de otros náufragos españoles. 

Más adelante llega a las tierras de un cierto príncipe Ocan ( O´ Cahan), otro salvaje que señoreaba un puerto importante, pero quien, para desgracia de Cuéllar, colaboraba con los ingleses. Mucho se guardó el capitán de la presencia del tal Ocan, y parece que prefirió las compañías femeninas, pues "había unas mozas muy hermosas, con las cuales yo tenía mucha amistad, y entraba en sus casas algunos ratos á conversación y parlar". Conquistador Cuéllar, que sin duda disfrutó de interesantes pláticas (¿en latín?)  con las Isoldas de turno. No todo en Irlanda consistió, para su suerte,  en ser perseguido como un pobre perro. Éste y otros hechos parecen estar relacionados con la historia de los "irlandeses negros", gentes de pelo moreno que serían descendientes de los españoles de la Armada. También otros cuentos relacionan el origen del cultivo de la patata, vital en la historia de Irlanda, al ser traída ésta por los naúfragos.

Volvamos a de Cuéllar, quien no pensaba en patatas precisamente en aquellos momentos, pues los ingleses también se amancebaban con sus amigas y a punto estuvieron de agarrarlo. Vemos de nuevo al capitán como un Rambo, saltando barrancos y metiéndose en espesos zarzales para despistar a los sabuesos de la reina. Tras varias vicisitudes y la ayuda de otra familia irlandesa, Francisco acaba bajo la protección de un benévolo y camuflado obispo católico, identificado como el obispo de Derry (Londonderry), quien había acogido a otros doce españoles con la intención de hacerlos pasar a Escocia, por aquel entonces  católica y aliada de Felipe II. 

Tras otro calamitoso y naufragado viaje en una barca (una pinaza) de varios días recorriendo Setelanda (las islas Shetland) y la costa escocesa, los maltrechos españoles llegaban a Edimburgo, donde estuvieron seis meses viviendo como mendigos, hasta que se hicieron notar y  por mediación del duque de Parma, avisado en Flandes, se pagó un rescate y un mercader escocés navegó hasta Dunquerque. Allí de Cuéllar y sus compañeros estuvieron de nuevo a punto de no contarlo, pues la flota holandesa no los recibió precisamente bien. Pero el capitán, maltrecho y en camisa, estaba a salvo, y por su vida iba a relatar su historia. 

Su famosa carta cayó en el olvido, en un largo olvido,  hasta que en 1884 un militar e  historiador, Cesáreo Fernández Duro, la rescató de las profundidades de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia. Aún hoy sorprende por su viveza y por la fuerza del testimonio; aun si se es un incrédulo, es difícil no dejarse llevar por la admiración y el asombro, pero también por la pena,  la compasión o la reflexión acerca de la clásica historia española de unos hombres abandonados a su suerte por el orgullo de un rey enfrentado a una reina aún más maquiavélica. 

Con todo, siendo poco conocido de Cuéllar y su historia en España, no lo es en Irlanda donde incluso es posible seguir las huellas de sus  frenéticos pasos por el norte de la isla, como atestiguan las placas y carteles indicativos. Noble, admirable y agradecido pueblo el irlandés. 

 "De Cúellar Trail" en el norte de Irlanda.


No les salió gratis a los señores irlandeses la ayuda prestada al capitán y a sus desgraciados compatriotas. Brian O´Rourke fue ahorcado y descuartizado en Londres, en 1590, a los 50 años, por traición; entre sus delitos estaba el haber socorrido a los españoles, y se mostró altivo y digno en el cadalso.  MacGlanahie fue finalmente apresado por el lord gobernador de Irlanda, siendo decapitado (tal vez por su alta alcurnia)  en 1591. 

En cuanto al heroico e  intrépido Francisco de Cuéllar, una vez se hubo restablecido de las secuelas de su invierno irlandés, se dejó llevar de nuevo por los vientos de la guerra, y en 1590 ya correteaba por Flandes  y  el norte de Francia a las órdenes de Alejandro Farnesio, duque de Parma. Siempre capitán de infantería,  llegó hasta Saboya y Nápoles, donde se encontraba en 1600. Inquieto y misterioso, en los años siguientes lo tenemos de nuevo en las Indias, y por lo visto cruzó el océano un par de veces cuidando de los galeones cargados de plata. Ya cuarentón, aparece residiendo en Madrid en 1604, pero en 1607 se pierde su pista, pues presumiblemente quería volver al Nuevo Mundo.  Mas no se sabe cuándo y dónde murió y en qué lugar reposan sus restos. 

Es fácil dejarse llevar por el corazón e imaginar, o creer, aunque no tenga ninguna base,  que Cuéllar regresó, en mejores condiciones y guiado por vientos más benévolos, a las brumas de Irlanda, donde en compañía de los campesinos sin leyes  y las  hermosas, simpáticas y parlanchinas mujeres, vivió libremente, bebió en honor de San Patricio, trabajó la tierra y la defendió de los invasores herejes.  Por qué no...  




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Para saber más y mejor:

- Cuéllar, Francisco de: "Carta de uno que fue en la Armada de Ingalaterra y cuenta la jornada", Real Academia de la Historia, Madrid.
- Fernández Duro, Cesáreo:  "Los náufragos de la armada española en Irlanda (1588)", Boletín de la RAH, Madrid, 1890.  
- Girón Pascual, Rafael: "El capitán Francisco de Cuéllar antes y después de la jornada de Inglaterra" (págs 1051-1059). Universidad de Granada. Actas de la XI Reunión Científica de la Fundación Española de Historia Moderna, 2010.  
- Parker, Geoffrey: Felipe II, la biografía definitiva,  Planeta, 2010.  

2 comentarios:

  1. Interesantísima entrada la que has puesto, con un personaje del que no sabía nada. Leyendo cuidadosamente (y he tenido que releer varias veces, porque había cosas que decía yo "¡No puede ser! ¡A este tío le ha pasado de todo!"), me resulta bastante extraño que Francisco de Cuéllar no haya tenido más resonancia en España. Es un personaje que lo tiene todo para llamar la atención de cualquiera, no sólo de un historiador. Pero supongo que eso es algo típico de este país, en el que parece interesar antes la Historia de fuera que la propia. Me pregunto qué diría Arturo Pérez Reverte de esto...

    ¡Pues eso, que me ha gustado mucho!

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  2. Muchas gracias!!! ^^. Sí, es una historia increíble y casi inverosímil, sí. Ya sabemos lo que pasa en nuestro país, que hay más olvidados que héroes...

    Y sabes, precisamente sé de él por algo que le leí a Pérez- Reverte hace 2 o 3 años, jeje. :)

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