18.6.15

El viejo y olvidado Blücher


 Hoy, 18 de junio,  es el 200 aniversario de la batalla de Waterloo. Los fastos en los que están inmersos diversos organismos y países (algunos con más orgullo que otros, lógicamente...baste recordar el veto francés a una moneda conmemorativa belga) y por la cual desde las más variopintas publicaciones se bombardea al público con reportajes sobre la famosa batalla de dos días, la confrontación apocalíptica entre Napoleón y Wellington, Francia contra Inglaterra, el nacimiento de la Europa contemporánea, etc, me sirven para romper una lanza hoy por alguien que, si bien no ha quedado tan oscurecido como el papel de los españoles en las Guerras Napoleónicas (que da para otra entrada, otro día será)  sí ha visto relegado su nombre ante la mayor popularidad y gloria tanto del emperador francés como del duque inglés, mucho mejor vistos, sobre todo el segundo. Y ello teniendo en cuenta que hasta el orgulloso y relamido Wellington sabía que gran parte de su épica victoria en Waterloo fue posible gracias a otro hombre, por quien confieso tener cierta debilidad. 

Hablo del mariscal prusiano Blücher. Del conde y luego príncipe Gebhard Leberecht von Blücher.

Éste nació el 16 de diciembre de 1742 en Rostock, en el norte de la actual Alemania y por aquel entonces ciudad integrante del ducado de Mecklemburgo, uno de tantos territorios semi-independientes en los que el país germano estaba divivido.  Rostock era un importante puerto en el Báltico, pero Blücher  dio la espalda al mar; era hijo de un terrateniente que había servido como oficial en la caballería, y a ella se encaminaría él también. 

Curiosamente su primer contacto con la guerra  se produciría en las filas del ejército sueco y contra Prusia, en el marco de la Guerra de los Siete Años (1756-1763), siendo un adolescente. En 1760 fue capturado por los prusianos, aunque un coronel le cogió afecto y Blücher se cambiaría de bando (algo no extraño en los alemanes de su tiempo) ya de manera definitiva y como húsar. Pronto se haría uno de los jefes dado su rancio abolengo (su linaje se remontaba al siglo XIII).   Sería un húsar toda su vida a lo largo de las muchas batallas donde cabalgó, entre el barro, el humo y la destrucción.

Inteligente pero excesivo e impulsivo, valiente y temerario, colérico y calavera, partidario de lo directo y de sangre caliente, parecía más mediterráneo que teutón. Idolatrado por sus tropas por su disposición a colocarse en primera línea sable en mano, no era tan bien visto por sus compañeros de mando y por los superiores, que le consideraban demasiado vanguardista  y algo  obcecado. Además, era amante de la vida disoluta y fueron frecuentes las riñas y juergas que no se entendían sin aguardiente, mujeres y juego, lo que le hizo aún más impopular entre los generales, retrasando su carrera militar y provocando la inquina del rey Federico II el Grande, tan recto, ilustrado y distinguido, como sabemos. 

El monarca prusiano aprovechó las polémicas actuaciones de Blücher contra los rebeldes  polacos  (las cuales incluyeron una ejecución simulada de un cura) en 1771 para alejarle de la Corte y fue invitado a exiliarse (le mandó "al diablo" en una carta).  El capitán de húsares quedó establecido en Silesia, donde se dedicó a administrar su finca, a  la ganadería y a la agricultura, y también a sus licenciosas aficiones noctámbulas, por más que se casara en 1773 con Carolina Amalia von Mehling (1756-1791), con quien tuvo siete hijos.

Fueron pasando los años y en 1786, el rey Federico fallece y su sucesor, Federico Guillermo III, le acoge de nuevo bajo el manto teutónico. Blücher es readmitido en el servicio y es nombrado mayor del cuerpo de los Húsares Rojos.  Toma parte en la guerra con Holanda y en 1789 recibe la alta condecoración militar de Prusia, la Pour le Mérite,  Pronto iba a estallar en Francia una revolución cuyos efectos acabarían alcanzando al resto de Europa, incluida la rígida Prusia. Y allí iba a estar el temerario conde Gebhard. 

En 1793 y 1794 sale victorioso en varios encuentros contra los franceses en la Guerra de la Primera Coalición frente a los revolucionarios, y así, el impulsivo Blücher es nombrado coronel y posteriormente general. Viudo, se casa en 1795 de nuevo, ahora con una mujer sensiblemente más joven,  Amalia  von Colomb (1772-1850).

Ascendido a teniente general en 1801, con 58 años, ya es un anciano, aunque bravo y vigoroso, cuando Napoleón Bonaparte se proclama emperador en 1804.  Soplan vientos de guerra como hacía mucho no se sentían en el continente, y en ésas iba a estar de nuevo nuestro Blücher, como uno de los primeros espadas de una Prusia que se encontraba entre Francia, Rusia y Austria. 

En 1805 comenzó otra campaña, esta vez la de la Cuarta Coalición contra el Imperio francés, y el prusiano tomó parte el 14 de octubre de 1806 en la decisiva batalla simultánea de Jena-Auerstädt; en el primer lugar se enfrentó Napoleón contra el rey Federico Guillermo III, mientras que a Blücher le tocó batirse en Auerstädt bajo las órdenes del duque de Brunswick contra el francés Davout. El veterano húsar hizo gala una vez más de su insensato ímpetu y lanzó varias y valerosas cargas de caballería de manera infructuosa. De todas formas, Jena-Auerstädt supuso una derrota humillante para Prusia y el fin de su prestigio militar. Berlín fue ocupada por Napoleón, la familia real prusiana hubo de huir y el propio Blücher fue hecho prisionero por los franceses después de haber sido arrinconado cerca de Dinamarca por un ejército imperial exageradamente superior en número.

Pese a que el cautiverio fue breve, el orgulloso y experimentado jinete odiaría el resto de su vida a los franceses y se marcará como objetivo ineludible enfrentarse a Napoleón y capturarle para matarle con sus propias manos.  Con Prusia invadida y dominada por Francia, a Blücher no le queda más remedio que retirarse como soldado, si bien se constituyó como un importante activo del "Partido Patriótico" que abogaba por levantarse en armas contra Bonaparte. Con todo, sus intentos de una alianza con Austria y/o Rusia fueron estériles, pese a que con 67 años, en 1809, es ascendido a general de caballería. 

Pero, una vez más, las circunstancias cambiaron el rumbo del viento de la guerra, y Napoleón fracasa en su campaña rusa, derrotado por el "General Invierno". En su retirada en 1812, las potencias que habían sido despachadas por Bonaparte ven ahora su oportunidad y por fin se unen contra el  tirano corso. La llamada Sexta Coalición (Reino Unido, Austria, Suecia, Rusia, Prusia) sale a cerrarle el paso a la Grande Armée. 

Mas no fue fácil, ni limpio.  Napoleón seguía siendo un genio militar aun en inferioridad y obtuvo importantes victorias, como Dresde, y otras más pírricas, como Lützen y Baützen, en mayo de 1813. En ambas participó el viejo Blücher, quien a sus más de 70 años seguía colocándose en primera fila, como siempre, sable en alto,  exaltando la moral de la tropa, pero exponiéndose a la furia enemiga y cabalgando en busca del destino, y, por qué no, de la muerte.  Las dos supusieron nuevas derrotas, pero el alocado prusiano acrecentaría su fama, haciendo honor a su apodo, Marschall Vorwärts ("Mariscal Siempre-Adelante").

Efectivamente ya era mariscal de campo, y en octubre de ese año tuvo lugar en Leipzig la verdadera madre de todas las batallas de las Guerras Napoleónicas, un enfrentamiento colosal entre los aliados y los franceses, con cientos de miles de hombres por cada bando. Según no pocos historiadores, ésta fue la batalla decisiva y de mayor importancia que Waterloo. También se acusa a los clásicos autores británicos de concederle mayor relieve a ésta última; al fin y al cabo, en el campo belga intervino Wellington y en Leipzig no tomó parte ningún inglés. 

Lo cierto es que Leipzig supuso el principio del fin de Bonaparte y Blücher, enfrentado por cuarta vez a él, sí pudo ganarle esta vez, arrasando con todo a su paso y  hostigándole hasta el mismo París. Aunque no pudo atraparle, pues el Ogro de Córcega fue recluido en la isla de Elba. Ya en la capital francesa el mariscal intentó saquearla  y cumplir otra de sus promesas, dinamitar el puente de Jena (levantado para conmemorar la victoria sobre Prusia), mas los generales aliados, más diplomáticos, intervinieron en ambos casos y lo evitaron. Aún así, el Imperio francés era historia.

Su rey le honró nombrándole Príncipe de Wahlstatt y concediéndole más tierras en Silesia. Además le condecoró con la Gran Cruz de la Cruz de Hierro, la más alta distinción prusiana y luego alemana (Blücher y el mariscal Hindenburg en 1918 son sus únicos portadores). En el marco de las celebraciones por la derrota de Napoleón, fue invitado a Inglaterra, donde fue recibido con los máximos honores. Ese viaje le resultó muy gratificante al ajado húsar. A su vuelta en 1814 se retiró a su hacienda, en lo que parecía una jubilación definitiva...

Pero poco duraría apagado el incendio de la guerra. La culpa, de nuevo por la imprudencia, esta vez no suya, sino de los ganadores, quienes de manera benévola confinaron a Bonaparte en la isla de Elba, próxima a su Córcega natal y desde donde seguía con interés los acontecimientos (como la falta de acuerdo y las divisiones patentes en el Congreso de Viena) , sin perderse ni un detalle ni los contactos y antiguas influencias.
Así, el Monstruo no tuvo muchos problemas para desembarcar en una inestable Francia que le aclamó en marzo de 1815, derrocando a Luis XVIII e inaugurando el llamado período de los Cien Días. 

Wellington se encontraba por entonces en un baile en Viena y acudió presto en pos de otro tipo de danza a Bélgica, a la cual pretendía invadir Napoleón, por tener allí numerosos partidarios. Los rusos también se movilizaron desde su lejanía esteparia, así como los austríacos, desde el Rin. Por supuesto, también los prusianos, con su mariscal Von Blücher al frente. Una vez más.

El peculiar jinete iba a cumplir 73 años en diciembre, una edad respetable que superaba en mucho la esperanza de vida media de aquella época. Podría haberse dedicado a administrar  sus rentas, a sus tierras, a sus partidas de cartas y a sus melopeas, o a escribir algunas memorias. O a jugar con sus nietos frente a la chimenea. Pero él mismo sabía que sólo sabía hacer una cosa. Quería oler de nuevo a guerra. Y picó espuelas. 

Como comandante en jefe de la Armada del Rin, esta vez iba a contar con la colaboración del general prusiano August von Gneisenau (1760-1831), más joven y también más pausado y calculador, y bastante más anglófobo que él. Pero formaron buen equipo, ya que con sus diferencias se complementaban óptimamente. Bonaparte pensaba tomar Bruselas, así que debían de unirse a las tropas de Wellington como fuera.

Mientras éste último se enfrentaba fieramente contra el mariscal Ney en Quatre Bras, el 16 de junio,  en Ligny el ejército de Blücher sufrió una severa derrota a manos del propio Napoleón. El viejo mariscal resultó herido y estuvo a punto de ser capturado e incluso muerto, pues quedó paralizado un par de horas bajo el cadáver de su caballo. Tocaba retirada. 

Otra derrota. Otra humillación más. Los prusianos huyeron no del todo unidos ante la teórica persecución del mariscal Grouchy, enviado por Napoleón para finiquitar a Blücher mientras él de ocupaba de Wellington. Pero el pobre e incapaz  Grouchy nunca vio al experimentado húsar. 
Por dónde se retiró éste es una de las claves de la batalla, pues si lo hubiera hecho hacia Namur en vez de hacia Wavre, como hizo, los británicos se hubieran quedado realmente solos, reunidos en el monte Saint-Jean después de replegarse tras el empate de Quatre Bras.  Wellington esperaba a Blücher y así se lo hizo saber con cierta desesperación. 

Maltrecho, cansado, Gebhard Leberecht von Blücher curó sus heridas con brandy y, más sereno (o no) se dispuso a calibrar la situación. Negro panorama se ceñía para los ingleses si no acudía en su auxilio, ese malnacido de Napoleón ganaría una vez más y todo volvería a empezar de nuevo. Y no pensaba en los rusos y los austríacos. Pensaba en el momento. Aquí y ahora. Ahora o nunca.
También pudo pensar que era el más anciano de todos los combatientes. Bonaparte, Ney, Wellington...cuando los tres habían nacido,  todos en 1769, él ya llevaba 12 inviernos pisando barro. Más de cuatro décadas después, allí seguía él. Y allí seguiría estando. Pasó la noche, cogió su sable y un nuevo caballo y montó, en pos del destino. Bien podía ser la última cabalgada, pero a estas alturas de la vida le importaba una higa. 

Mientras tanto, a unas 20 millas de distancia, Arthur Wellesley, duque de Wellington, también era fiel a sí mismo, pues si bien era un excelente estratega, no es menos cierto que se distinguía por sus tácticas defensivas y poco emprendedoras. Allí los británicos aguantaban lo mejor que podían desde las once de la mañana las descargas de la temible artillería francesa. Por su parte a  Napoleón, cuyo estado físico no era el mejor, le faltó de manera imprevista algo de decisión y no envió en su momento a la Guardia Imperial, su tropa de élite. Los soldados de Wellington (no sólo ingleses, también escoceses, galeses, irlandeses, e incluso alemanes)  se batieron con encomiable valor en la defensa de la granja de Hougoumont, y después se produjo la mítica y suicida carga de los Scots Greys a caballo contra los lanceros franceses. 

Ante la cierta pasividad de Napoleón, el impetuoso Ney cree que los ingleses se retiran,  toma la iniciativa y se lanza a lomos de su caballo dirigiendo otra carga, pero sin apoyo de la infantería. Cuando superan la colina, ven que los británicos se blindan con su formación en cuadros y disparan a los indefensos jinetes. 
Ahora es cuando Bonaparte llama a la Vieja Guardia, lo más granado y veterano de la Guardia Imperial (casi nada), que se iba a lanzar contra las tropas de Wellington. Ahí estaba la batalla. Todo pendía de un hilo...

De repente, hacia las dos de la tarde, los franceses notan en su flanco derecho, entre la humareda, los disparos y los tambores, una agitación, un tumulto. ¿Es Grouchy victorioso? No, son los 30.000 prusianos de Blücher. Ahí está el viejo mariscal, con sus blancos cabellos, su mirada de acero y su sempiterno bigote plateado, alto, siempre vestido de negro, a caballo. El mismo Blücher que, consciente de que si no corría más que el viento para ayudar a Wellington, la tormenta se ceñía sobre Europa, y por ello aceleró la marcha desde Wavre. Una desquiciada marcha  a contrarreloj, milla a milla,  sobre caminos maltrechos y embarrados, con enormes lagunas y charcos, pues había llovido mucho la noche anterior. Los cañones se hundían en el fango y los prusianos llegaron empapados. Pero llegaron. 

El desconcierto y el pavor cundió entre los franceses al ver aparecer a los hombres de Blücher, y, pese al inicial éxito de la Guardia Imperial, ésta acabó retrocediendo, algo que nunca habían hecho en su historia. Por vez primera en la jornada los británicos tomaron la iniciativa, y avanzaron, con la ayuda de los prusianos, quienes estaban más frescos. El signo de la batalla había cambiado, y el final se iba vislumbrando, pese al humo negro que oscurecía el sol. Los de Blücher persiguieron a los franceses hasta el anochecer.

El panorama era desolador tras concluir la misma. Hombres, caballos, miles y miles de cadáveres yacían sobre los bucólicos y húmedos prados belgas. Toda la sangre, toda la muerte y toda la aniquilación que fue necesaria para ganar una batalla que decidía el destino de todo un continente, o eso se consideró en su momento, pues, como se ha dicho, ciertos autores dan más importancia a Leipzig y consideran Waterloo como una especie de epílogo, el último coletazo desesperado de un Napoleón crepuscular y enfermo; mas aunque se hubieran abalanzado los lentos rusos y austríacos sobre él, es posible que, con ingleses y teutones derrotados y con Francia y Bélgica en sus manos partiese  el bacalao de nuevo.   Por otra parte la historiografía tradicional inglesa tampoco iba a reconocer que a Wellington le salvó un prusiano borrachín y pendenciero. Con todo, Waterloo fue una masacre gloriosa de la cual por fin surgiría la Europa contemporánea, después del verdadera derrota del hombre que, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente,  ayudó a construirla en su destrucción y  aunque fuera un tirano absolutista. Napoleón fue desterrado a otra isla, pero esta vez mucho más lejana, húmeda e insalubre,  en medio del Atlántico Sur: Santa Elena. Sería su tumba seis años después. 

¿Y Blücher? En ese victorioso 1815  marchó de nuevo sobre París, entrando en ella el 7 de julio, y de nuevo intentó volar el puente de Jena. Esta vez fue el restaurado y obeso rey francés Luis XVIII quien le rogó que desistiera. Pocos meses después,  ciertamente achacoso, volvía a sus tierras de Silesia, para retirarse definitivamente, como último superviviente de una época extinguida. Un descanso del guerrero que poco tuvo de reposo, pues el viejo prusiano jamás renunció a  sus  violentas partidas de naipes ni al vino, ni a las mujeres,  disfrutando de la vida hasta el final. Falleció en su granja cerca de Wroclaw (actual Polonia), el 12 de septiembre de 1819, próximo a cumplir 77 años. 

Tal fue la vida del Mariscal Siempre Adelante, un hombre duro e incorregible que siempre fue fiel a sí mismo, adorado por sus hombres aunque no tanto por sus colegas. Le faltaba frialdad para ser un genio militar, pero lo compensaba con su determinación, su arrojo y su capacidad para reponerse. Relegado a un segundo plano después de Napoleón y Wellington, nunca tuvo tanta buena prensa como ellos. En el fondo,  no creo le importe mucho, pues el viejo Blücher ya habrá ajustado cuentas con Bonaparte en el infierno.



                                                              "Marschall Vorwärts", Emil Hünten, 1863.

2 comentarios:

  1. He de confesar que no sabía absolutamente nada de este mariscal, quizá porque (como casi todo el mundo) me he quedado con Waterloo y con todo lo que eso trajo. A veces es bueno y necesario investigar sobre la Historia menos conocida, porque se puede aprender mucho. Yo considero que hoy he aprendido bastante, ^^*

    ¡Me gustan mucho tus artículos históricos! ¡Espero con ansia los siguientes!

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    1. Supongo que en Alemania o Francia será más conocido, y aquí en España salvo que uno se empape de historia militar, poco se sabe. Aunque en general no hay más que ver los libros que sacan de historia o de novela histórica, con la saga esta de "Napoleón vs. Wellington" de Bernard Cornwell, creo.

      En fin, gracias como siempre!!! Me alegro mucho!! Aquí aprendemos mutuamente jeje ^^

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