17.6.11

La bóveda eterna


Me encanta viajar. Visitar lugares, pueblos y ciudades. Tengo todavía pendiente una gran ruta por España, desde luego, cuando el dinero sea mi amigo. Aunque fuera de nuestro país, existe una urbe que tengo muy presente. Y más desde que fui en 2005, cuando incluso nos pilló encima todo el fregao del fallecimiento y las exequias del Papa, que ya es casualidad. Hablo, claro está, de la ciudad de Roma, la cual la tengo siempre muy presente como digo, pero que ahora, con el visionado de Los Borgia en Cuatro y un par de asuntos más ha vuelto con fuerza a mi pensamiento y mi corazón. Quién viviera allí...

Desde luego Roma no necesita presentación. Todo lo que dijera aquí de poco serviría. Es una de esas ciudades inmortales (la auténtica Ciudad Eterna, desde luego) mediante las cuales te sientes un poco más orgulloso de ser humano, por así decirlo. Roma es antigüedad, arte, humanidad, historia, todo a toneladas, vida y frenesí, plazas y calles repletas de gente y vías atestadas de tráfico, donde para cruzar de un lado a otro has de tirarte realmente a los coches. Más de tres millones de personas, no siempre del todo civilizadas. Roma es caótica y puede llegar a ser bastante sucia y desordenada. Al fin y al cabo, es la ciudad del Anfiteatro Flavio y del Circo. Pan y circo. El circo de hoy es el fútbol. No soy demasiado futbolero, pero uno de mis equipos del alma es la Roma (Associazione Sportiva Roma) , un club con escasos títulos en su octogenaria historia, un claro ejemplo de una institución con más sentimiento que éxitos. Desde luego no todos los equipos tienen en el escudo a la loba capitolina y visten los colores de la ciudad, el rojo granate y el naranja dorado.
En fin. Roma siempre ha estado ahí. Desde Rómulo y Remo, los Césares, las catacumbas paleocristianas, las invasiones bárbaras, las brumas altomedievales, Miguel Ángel , los Papas pomposos y a veces lascivos del XVI y XVII, el refinamiento neoclasicista y la Unificación de Italia. Los famosos y ajados adoquines de sus calles simbolizan a la perfección el corrido de la urbe. Aunque actualmente se parezca poco a esa ciudad de película italiana de los 50 y 60, tipo La dolce vita; la globalización hace que actualmente Roma sea, curas, cardenales, madamas depredadoras y trattorias aparte, también pakistaníes que te intentan vender un paraguas cuando caen cuatro gotas, puestos de negros vendiendo baratijas en las cercanías de la columnata de Bernini en el Vaticano o chinos quienes, fieles a su carácter, te hacen de todo, como regentar restaurantes supuestamente italianos donde te sirven una pizza bastante discutible. Al menos los propios italianos se siguen ocupando de sus insuperables gelati...qué mejor lugar para tomarte uno de stracciatella que la Fontana di Trevi.

Es francamente imposible quedarse con un solo lugar de Roma. Si hay ciudades con un monumento que justifica casi por sí solo su visita, Roma tiene varios. Muchos. ¿Con cuál me quedaría? ¿Las ruinas del Foro, preñado de historia y política? ¿El maltrecho Coliseo, símbolo de la crueldad humana, con sus gladiadores de charol haciéndose fotos con los turistas? ¿El monte del Capitolio, antiquísimo y renacentista, con su escalinata de Miguel Ángel y su Marco Aurelio de bronce a caballo? ¿Las iglesias barrocamente barrocas, como Il Gesù , Sant´Ignazio o San Luigi dei Francesi, cuando Roma era Caput mundi? ¿La espectacularidad gigantesca de la basílica del Vaticano, o la más pequeñas y coquetas de Santa Maria Maggiore y San Juan de Letrán? (San Giovanni in Laterano, qué bonito es el idioma italiano, desde luego) ¿La Piazza Navona y sus fuentes de Bernini? Pues no. Me quedo con el Panteón. El Panteón de Agripa. Por cierto, siempre me ha gustado nominarlo de esa forma, en vez de "de Roma", por ejemplo, acaso por más sonora (aunque Agripa no moviese un dedo por él) y para diferenciarlo de otros como el de París, aunque el romano fuera el primero de todos y desde luego no necesite otro nombre en su título para hacerlo peculiar.

Tampoco voy a aburrir ahora con una entrada sobre Arte, primeramente porque hay gente que sabe mucho más que yo y segundo, porque me voy a centrar en las sensaciones e impresiones de este Monumento, con mayúsculas. Ya me quedé prendado de él cuando estudié Historia del Arte en mi último año de Bachillerato, por lo cual mis deseos de contemplarlo in situ eran infinitas. Y no me decepcionó, desde luego.



Una de las pocas cosas que hago muy bien es orientarme siempre en todos los sitios y no perderme nunca realizando las rutas. Supongo que tendrá algo que ver mi gusto por los mapas y planos. Y desde luego, para contemplar el Panteón la jugada me salió redonda; veníamos desde el Tíber y, aproximándonos a la Piazza della Rotonda, tuve a bien escoger una callejuela estrecha que desembocaba en el extremo norte de la plaza, así que nos encontramos de sopetón, y sorprendidos por la visión, entre el gentío, el calor y el murmullo humano, con la mole. Sus ocho enormes columnas mirándote descansadamente desde hace siglos y siglos, y la inscripción M.AGRIPPA.L.F.COS.TERTIVM.FECIT (básicamente que Agripa lo hizo, es decir, ni una palabra de Apolodoro de Damasco, probable arquitecto) campeando de forma rotunda como sólo los rótulos de los antiguos romanos saben imponerse. Agripa fue, por cierto, general y colaborador del emperador Augusto (27 a.C-14 d.C) y el templo actual data de la época de Adriano (117-138 d.C), cuando se reconstruyó el templo destruido, levantado en los años del tal Agripa.

Bueno. Ya de por sí impresiona ver el exterior, y es cuando se te vienen a la cabeza muchas preguntas, como cuántos siglos lleva ahí, qué demonios le echaban al hormigón los romanos, cómo levantaban más de cuarenta metros -encima hueco por dentro- y cómo ha aguantado (y sigue aguantando) el templo las inclemencias climáticas, los terremotos, los avatares históricos, varias invasiones y sacos y alguna guerra mundial de por medio. Impresiona también flanquear la sobriedad de la entrada y sus enormes puertas.

Y ya dentro...no hay palabras. En primer lugar porque te quedas sin habla, y en segundo porque, si hay palabras, ninguna es adecuada para el interior. Cualquiera se queda corta frente a la inmensidad. El Panteón es, en puridad, un templo dedicado a las siete divinidades de la mitología romana, es decir, el Sol, la Luna, y Júpiter, Saturno, Urano, Venus y Marte, por lo que la construcción del mismo edificio, su forma, quiere rememorar, simbolizar, el cielo. Una bóveda celestial. El espacio infinito, el Universo. Te sientes realmente pequeño e insignificante bajo los casetones y la ventana central de 9 metros de diámetro, arriba del todo, desprendiendo luz asemejándose al Sol. La máxima altura supera los 43 metros. Para hacernos una idea, es ligeramente mayor que la del Vaticano, si bien ésta queda acojonantemente suspendida en el aire, aunque fuera construida 1.500 años después del Panteón. Caminas por su pulido suelo y apenas reparas en las tumbas de Rafael Sanzio o los reyes Víctor Manuel II y Humberto I. O que fue transformada en iglesia en la Alta Edad Media y por eso, probablemente, se salvó. Cállate y contempla, necio.
Tus pasos retumban en el silencioso interior, como tantos millones y millones de pasos que han surcado su suelo desde su construcción. Cuando regresas a la plaza y te vuelves a bañar en el murmullo y en los gelati, es como si volvieras de otro lugar muy lejos de allí.

El Panteón de Agripa. No parece ni humano. Monumento inmortal de una ciudad eterna, por los siglos de los siglos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario