12.12.10

El caballero de la mano en el pecho



Una de las obras de arte que más me gustan, sin duda. Entre las favoritas. El caballero de la mano en el pecho, de ese extraño genio llamado Domenikos Theotokópoulos (a.k.a. "El Greco").

"El Greco" (1541-1614) fue un griego de Candía que llegó a los 36 años a Toledo, la imperial Toledo de entonces, y allí vivió y trabajó hasta su muerte a los 73. Se puede considerar pues, con toda justicia, naturalizado español. No voy a hablar aquí de su vida y de su peculiar y admirable obra. Sólo voy a centrarme en este inmortal retrato.

Dicho lienzo no tiene fecha concreta de ejecución, aunque se suele ubicar entre 1577 y 1584, al poco de llegar a Toledo pues y antes de que sus obras evolucionasen hacia las figuras estiradas, expresivas y translúcidas.

Poco me importa que el retratado pueda ser Juan de Silva, notario mayor de Toledo, o, según algunos fantasiosos, el propio Cervantes, ya que el personaje no muestra el brazo izquierdo. Eso es lo que menos importa. Para mí, es mucho mejor así, que no tenga identidad. Es un caballero cualquiera, un caballero español. Claro que no es difícil imaginarse, por ejemplo, al hidalgo empobrecido de el Lazarillo.

Un hombre, de ralo y escaso cabello negro, piel pálida y cuidada barba, observa al frente, como si fuera al espectador, con expresión triste y melancólica pero a la vez digna. Dignidad que se manifiesta por la postura de la mano, extendida sobre el pecho (la Fe del caballero), por lo que se puede deducir que está realizando un juramento. Vestido totalmente de terciopelo negro, como se estilaba en la Corte por la época, las únicas notas de color son el blanco del puño y de la golilla y los dos puntos de dorado que son el medallón con cadena medio oculto y la soberbia espada (Estoque toledano que dijo Manuel Machado).

La gravedad y dignidad del personaje es palpable en este serio retrato. Lo que yo veo es a un caballero, que bien puede ser un hidalgo con más títulos que monedas, pero un caballero al fin y al cabo. Para mí simboliza perfectamente, y retrata, esa Castilla, esa Monarquía Hispánica felipista, Austria, enorme en su poderío y magnificiencia, pero a la cual se le empezaban ya a notar las costuras. Esa Castilla de hidalgos, privilegios, prebendas, obispos, monjes, pobres y tullidos, marginados y magnificados. Recordemos que el retrato se fecha entre 1577 y 1584. Aún están a medio apagar las mechas de los cañoñes que retumbaron en Lepanto. Felipe II se va a anexionar Portugal. Francia languidece en conflictos religiosos. Inglaterra no es aún poderosa (o eso parecía) y la Mar Océana habla castellano. Sin embargo, ya se han declarado dos bancarrotas, comienza a escasear el oro de las Indias y los rebeldes flamencos pronto van a estallar. Como la traición de Antonio Pérez. Pero bueno.

El Siglo de Oro español. En concreto, el reinado del segundo Felipe. La época de lo dorado y de la apariencia, de lo honorable y lo deshonroso, del derrotar a todo ejército que se ponga por delante y a la vez perder galeones y galeones a manos de corsarios. De construir El Escorial y de languidecer Toledo, Segovia o Córdoba. Ciudades bulliciosas y llenas de vida, pero vida lujosa y lujuriosa compartiendo espacio con vida de nadies . El Madrid de los Austrias. Teresa de Jesús. Sánchez Coello, Juan de Herrera. Batalla de Terceira. Gembloux. Asedio de Cádiz. El drama de don Carlos. Mi héroe Juan de Austria. La rebelión de las Alpujarras. Escobedo y Pérez. Y Felipe en su despacho, entre papeles y papeles, dirigiendo el mundo...

Este retrato bien puede condensar todo eso. Sobriedad, austeridad, un punto de lujo y de dignidad. Y de melancolía. Esa España que se sabía orgullosa y se creía honorable, desde Filipinas a Flandes, desde Nápoles a México. Pero un gigante con pies de barro; que estaba dispuesto a morir con las botas puestas y a vender cara su derrota, como efectivamente ocurrió.

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