10.12.15

El libro detrás de la película: "Qué verde era mi valle"



La relación entre la literatura y el cine comenzó prácticamente al poco de nacer el cinematógrafo (baste recordar Viaje a la luna, de Georges Méliès, en 1902) , y, con altibajos, ha llegado hasta hoy. Se necesitaría mucho espacio para enumerar todas las películas basadas en mayor o menor grado en obras literarias, pero ése no es el objeto de esta entrada. 

En más de un siglo de cine se han dado todas las circunstancias: desde la típica adaptación de un clásico universal, hasta un best-seller contemporáneo a la película, pasando por libros más desconocidos en su momento y que gracias al largometraje alcanzaron trascendencia,  o incluso obras famosas que nunca se han adaptado. También se ha dado el caso del cine ocultando las páginas,  como ha ocurrido con Frankenstein, y  especialmente con Drácula, la extraordinaria novela de Bram Stoker (1897),  que por culpa de las más de 100 películas (buenas, malas y horrorosas) realizadas desde los tiempos del cine mudo no tiene la fama que merece.

Por muy buena sea una película, suele admitirse de manera casi unánime la superioridad del libro, pues la maestría de un escritor y la magia de las páginas siguen ganando a la fuerza de las imágenes; además, siempre sea posible, es preferible leer antes el libro de ver la película sobre él, pues debe tenerse una fortaleza mental considerable para que en tu imaginación el fotograma no sustituya a la letra. Probablemente nunca se haga una película a la altura de El conde de Montecristo, Los tres mosqueteros  o La isla del tesoro, pese a la abundancia fílmica derivada de estos libros inmortales. Decíamos que suele ser mejor el libro, pero hay notables excepciones, como El padrino, una simple novela (Mario Puzo, 1969) sobre la mafia, que entre Coppola, Nino Rota, Gordon Willis, Marlon Brando y Al Pacino transformaron  en obra maestra, o Barry Lyndon, una satírica novelita picaresca (William M. Thackeray, 1844) que en manos de Kubrick fue elevada a la categoría de puro arte. 

Casos intermedios  serían El gatopardo (Giuseppe Tommasi di Lampedusa, 1958) una maravillosa obra que por suerte tuvo una adaptación cinematográfica digna de su calidad (Luchino Visconti, 1963), si bien el libro se sitúa por encima,  Doctor Zhivago (Boris Pasternak, 1957) , volcada al cine por David Lean en 1965, y de qué manera...ambas películas se convirtieron en míticas prácticamente desde su estreno.  También tenemos El nombre de la rosa, esa gran peli  (Jean Jacques Annaud, 1986) basada en el libro homónimo de Umberto Eco (1980) una fascinante novela aunque algo densa (para mi particular gusto). Los duelistas, otro deleite para los sentidos (Ridley Scott, 1977) basado en un magnífico relato de Joseph Conrad (El duelo, 1907). Sin olvidarnos de las meritorias producciones españolas sobre las mejores obras de nuestra literatura, como Don Quijote, Fortunata y Jacinta, La Regenta, La Colmena o Los santos inocentes.

No sé cómo ubicar el caso que nos ocupa, pues esta novela se convirtió en best-seller al poco de publicarse y en menos de dos años, en 1941,  el maestro John Ford realizaría una adaptación al cine que instantáneamente sería aclamada como clásico. Tuve ocasión de leerme antes el libro (por cierto, más difícil de conseguir que la película) y he de decir que el film es magnífico, enorme, pero, en este caso, me sigo quedando con la novela.  

Y ahora, parafraseando a Umbral, hablemos ya del libroQué verde era mi valle (How green was mi valley) es una novela, entre histórica y costumbrista, escrita por Richard Llewellyn (1906-1983), un galés medio inglés (o un inglés medio galés) nacido en Londres,  de vida viajera y agitada, y cuyo verdadero nombre era Richard Dafydd Vivian Lloyd. Publicada en 1939, se convirtió en un éxito de ventas y alcanzó aún mayor trascendencia por la película de Ford, tanto, que el resto de novelas de su autor quedaron eclipsadas. 

La historia de Qué verde era mi valle es bien sencilla, pero muy intensa: nos introduce en la vida de una familia de mineros en el Gales de finales del siglo XIX, los Morgan, a través de los ojos de Huw, un hombre ya adulto que abandona su casa y que comienza a relatar su pasado y el de su familia desde que era un niño. 

"Voy a envolver mis dos camisas, el otro par de calcetines y el mejor traje en el pañolón azul que se solía poner mi madre en la cabeza para hacer las labores de casa y me voy del Valle".

Así comienza esta estupenda novela, que supone todo un chapuzón en una tierra y una época muy concretas. La fuerza del relato radica en el estilo simple y llano que emplea Huw, quien con sus descripciones y emociones sinceras nos transporta a la infancia (pues todos hemos sido niños). El tiempo y el espacio han cambiado enormemente, sobre todo si eres mediterráneo, pero las sensaciones no han variado mucho. 

Pues Qué verde era mi valle es un viaje a la niñez y al entorno familiar. En sus más de 650 páginas asistimos a lo que supone un padre, una madre, lo que son los hermanos, las comidas en el hogar, el matrimonio, la fortaleza de la familia, las relaciones de parentesco, la educación, los descubrimientos de la vida, la búsqueda del sentido de la misma, la influencia de la religión, la presencia de la muerte, el trabajo, el amor, la tristeza, el futuro...la vida, en suma.

"Me vuelve otra vez aquel rotundo , generoso y vital olor a verdura fresca de tierra dejada en paz, a gente feliz. Si la felicidad huele realmente, conozco bien su olor, pues ha flotado siempre vagamente en nuestra cocina, y en aquellos tiempos llenaba la casa". 
  
El verismo y el vigor del relato radica en el modo de escribir de Llewellyn, bastante cercano y alejado de sesudas densidades y alegorías intelectuales; no estamos ante un Thomas Mann o un Marcel Proust, desde luego. Pero eso no quiere decir que se trate de un libro simplón donde un niño cuenta sus pueriles vivencias, pues también contiene interesantes reflexiones y pensamientos plenamente adultos; al fin y al cabo Huw relata cuando ya es mayor, desde la distancia que dan los años. 

Con unas vívidas descripciones abundantes en olores y sensaciones ambientales, desde el primer momento el lector se siente, como pocas veces, sumergido en una tierra concreta, en este caso el admirable y hermoso País de Gales. Como sabemos, los galeses no tienen una historia tan vigorosamente bélica respecto a Inglaterra en comparación con Escocia o Irlanda, pero tampoco se dejaron doblegar sin rechistar. Celosos de sus tradiciones, su terruño y su lengua, en el valle de los Morgan y sus vecinos se habla en galés y se mira con recelo a todo lo inglés (es más, apenas entran policías en sus "dominios", quienes por lo demás tampoco se interesan mucho), si bien viven pacíficamente y sin molestar a nadie; además son buenos ciudadanos, pues cuando tienen que brindar por la reina Victoria, lo hacen, lanzando vivas y cantando: leales súdbitos de la Corona. 

Hay temas y motivos muy interesantes, como el auge del marxismo y el socialismo  (no en vano estamos en las cuencas mineras del carbón), el capitalismo del gobierno inglés, las huelgas, el paro forzoso, la importancia de la religión cristiana (ya sea anglicana o católica, pues hay inmigrantes irlandeses), con los ineludibles sermones de los sacerdotes y su excesiva influencia en las gentes, y otros aspectos no precisamente livianos, como cuando Huw va creciendo y ha de asistir a una Escuela Nacional donde los autoritarios profesores le obligan a emplear el inglés. Tampoco se dejan de lado otras cuestiones como el ecologismo, cuando poco a poco el valle de los protagonistas se va cubriendo de la escoria sobrante de las minas, anegando el río y ensuciando la impoluta naturaleza

La galería de personajes es bastante amplia Huw, el protagonista, está acompañado de sus padres, Gwilym y Beth, y de sus hermanos Ianto, Ivor, Owen, Davy,  Gwilym (chicos) y  Angharad y Ceridwen (chicas). Por si fuera poco con esta pléyade, también tenemos a los vecinos del valle, si bien en unos se detiene más que en otros; el señor Gruffydd, el predicador anglicano, es uno de los más importantes, por el ascendente que llega a tener sobre Huw y la importancia que alcanza en la historia del libro; por cierto, en la película de John Ford este personaje es bastante más intachable e inmaculado, pues hay un terrible pasaje en la novela, cuando una niña es violada y resulta muerta, se forma una "patrulla" de vecinos que no tarda en dar con el culpable y Gruffydd no duda en entregar al pederasta a la familia de la pequeña, para que se tome la justicia por su mano. Otros tiempos. Más felices según el parecer de algunos, pero también más primarios, duros y brutales, sin duda.

Y ése es otro de los rasgos definitorios de Qué verde era mi valle  y que John Ford suavizó y actualizó un poco para adecuarla al siglo XX y seguir transmitiendo el enérgico canto a la familia y a los valores tradicionales de la manera más positiva posible. El libro de Llewellyn, está ambientado, como dijimos, en las décadas finales del siglo XIX, y por tanto muchos aspectos se han superado ya; hoy día nos causaría rechazo el escaso y sufrido papel que tenía la mujer en aquellos tiempos...eran educadas para servir sólo en la casa y casarse lo antes posible. Matrimonios, por lo demás, que sólo se realizaban cuando los padres los permitían, o en muchos casos auspiciaban según la amistad o los intereses. También nos resulta escandaloso, y con razón, el maltrato físico a los niños, y en Qué verde era mi valle no es extraño que Gwilym, el progenitor de Huw, aun siendo un buen padre,  le atice a correazos para castigarlo. O la vara que emplean los profesores. Por no hablar de los chicos trabajando en las profundidades de la mina, entre la vida y la muerte. 

Pese a lo primitivo de los tiempos, es difícil no cogerle cariño a un buen número de personajes y no dejarse llevar por estos galeses que no paran de cantar, comer opíparamente,  beber (té y cerveza), pegarse, despotricar de los ingleses y aplicar la ley galesa en detrimento de la de Inglaterra.  Y  ¡ay, de quien intentara salir con una chica sin pedir permiso a los padres de ella (o a los hermanos)!:

"Cuando llegamos aquella tarde, quién había de estar a la puerta, sino Iestyn Evans, muy elegante y con una flor en el ojal. Eso, para empezar, estaba mal en domingo, pero a mí me pareció muy bien y desde entonces la he llevado yo muchas veces. Es agradable tener cerca una florecilla de colores lindos que huelen bien.
- Hola, Angharad- dijo el muy tonto sin tener en cuenta que detrás venían Owen, Ianto y Davy. 
- ¿A quién se lo dices?- le preguntó Ianto deteniéndose pálido y tranquilo, pero con un leve temblor en la voz. Para cualquiera que tuviera sentido común, su actitud expresaba muerte. 
-A Angharad- contestó Iestyn- ¿Es quizá hermana suya? 
Yo miré a Angharad a la cara, pero con el rabillo del ojo vi que el puño de Ianto brillaba al sol, y oí el ruido que hizo contra la mandíbula de Iestyn. Cuando volví la cabeza, Iestyn caía de espaldas, sin sentido.
- ¡Malvado! - gritó Angharad disponiéndose a arañar, pero Owen y Davy la agarraron de los brazos, la hicieron entrar a la fuerza en el vestíbulo y cerraron la puerta, dejándola dentro. 
- Ahí tienes un cerdo- dijo Ianto. 
-¿Qué hacemos con él?- preguntó Davy- ¿Tirarlo al río?
- Tretas de Londres- dijo Ianto mirándose los nudillos- hay que darle una lección. Vamos a dejarle ahí para que lo vea todo el mundo.
- Si papá se entera, va a echar la culpa a Angharad- replicó Owen. 
- No digas nada- contestó Ianto-. Ya sabe Angharad lo que va a suceder si se entiende con él.  
Nos abrimos paso entre la gente que miraba con ojos muy abiertos, y Owen abrió la puerta. Angharad lloraba bajo el tablero de avisos, y Ceridwen quería hacerla callar.  
- No voy a permitir que mi hermana sea tratada como una de las mujeres que rondan la mina- dijo Ianto a Angharad, pero en voz tan baja que sólo unos cuantos pudieron oírlo-. La próxima vez, si es que hay próxima vez, le mataré. Si quiere hablar contigo tiene que pedir permiso. Tenemos casa, y ya sabe dónde. Ahora, a la escuela".

Tratándose de Gales durante el paso del siglo XIX al XX, la mina en sí es como otro personaje del libro, y está presente en prácticamente todos los capítulos; siempre está ahí, imperturbable e insistente como una figura amenazante que es a la vez símbolo de muerte y de trabajo-dinero, y por tanto de vida. Los habitantes de los valles son conscientes de que, a no ser que uno sea especialmente válido para los estudios superiores (medicina, derecho, enseñanza), la mina siempre va a estar ahí para ofrecerle empleo, más malo que bueno, pero trabajo al fin y al cabo. Y la disyuntiva es o sacar carbón, o emigrar a Londres, a América, a África del Sur o a Australia.


Pero no todo es minería. También hay espacio para el deporte, , sobre todo rugby, fútbol y boxeo. Y desde luego hay amor. Si bien, como era lo habitual en aquellos tiempos, las relaciones entre los hombres y las mujeres están encaminadas únicamente al matrimonio con hijos; en cuanto un muchacho gana su jornal y puede ser más o menos independiente, se casa con otra joven, aunque la haya conocido la semana anterior. La vida no estaba para demorarse mucho....Y desde luego, quedaba bastante bastante  claro el papel destinado a la mujer, siempre en su casa y entregada a servir con abnegación a los suyos, sin más objetivos, preocupaciones o anhelos. Por eso resultan extraordinarios y doblemente admirables personajes como la señora Evans, cuyo marido quedó mutilado e inválido por un accidente en la mina y ella se dedica a dar primeras lecciones a niños del pueblo para sacar a su familia adelante.

Tiempos duros, y arcaicos, decíamos. Y también decíamos con lugar para el amor. En un mundo dominado por la cercanía de la muerte, el estoicismo y la brutalidad, los rústicos galeses de los valles también tienen su corazón.      Los mismos padres de Huw son un ejemplo de matrimonio sólido y donde los dos se respetan mutuamente, además de amarse sinceramente. Pero hay casos más jóvenes. Cómo no rendirse ante declaraciones como ésta:

 "Casi antes de que lo vieran mis ojos, Owen la estrechó entre sus brazos y la besó tanto tiempo que creí que se habían convertido en estatuas de sal.
 - Marged- exclamó Owen con una voz ronca y dolorida- ¡Oh, Marged!
 -¡Owen!- susurró Marged.
 -Te quiero- dijo Owen.
 -También yo.
 - No- exclamó Owen como asustado, sin poder creerlo. 
 - Te quiero- dijo Marged, y nunca oiréis una verdad tan grande-. Te quiero desde que te vi. 
 - No. ¿Como yo?
 - Sí. Como tú. Y cuando saliste en mi defensa por lo del pollo, te hubiera dado un beso.
 - ¡Marged!- exclamó Owen estrechándola entre sus brazos-.Qué linda eres. 
 - Ojalá lo fuera. 
 - No se te puede comparar con nadie. Te adoraré toda la vida. Serás feliz todos los minutos de la tuya. Me daré una cuchillada por cada lágrima tuya".


En definitiva, amor, trabajo, familia, éxitos, fracasos, envidias, tragedias, religión, muerte...y vida, desde luego. Todo rodeado de una evocadora bruma de recuerdos, flotando en un aire impregnado de aroma a cordero asado, cerveza casera, humo de pipa, huertos de patatas y puerros, setos de narcisos, riachuelos fríos y cristalinos, verdes prados hasta donde alcanza la vista y bosques de robles y fresnos ocultando el tímido sol. Un mar de páginas para sumergirse en ese Gales arcaico y mágico de finales del siglo XIX, un viaje en el tiempo que también es un trayecto hacia nuestra infancia, en mayor  o menor medida. 

"Cuán verde era entonces mi Valle, y el Valle de los que se han ido".

17.11.15

Francia


Con los recientes y sangrientos atentados de París, han sido muchas las voces que han mostrado su rechazo por la excesiva atención mediática y emotiva que han suscitado los asesinatos efectuados por el ISIS (o DAESH, o Estado Islámico), que contrasta con la indiferencia, más o menos relativa, con la que los europeos recibimos la escalada de barbarie y muerte perpetrada en el Creciente Fértil. 

Cierto es. Debe reconocerse nuestra ombliguista y algo hipócrita concepción del globalizado mundo, por la cual sólo nos alteramos cuando el odio nos golpea en casa o cerca de ella. Pero que no se malinterprete; no es que seamos unos insensibles ajenos al dolor en los países de Oriente Próximo, no. Lo sentimos, pero es lógico sentir como más cercano lo que ocurre en tus proximidades.  Como también es cierto que estamos hablando de Francia. He tenido debates con amigos sobre qué le debemos al país galo, por qué este sentimiento tan intenso de solidaridad hacia ellos, por qué si ocurre algo en Siria, Japón o Filipinas no alcanza esa trascendencia, máxime teniendo en cuenta que con Francia hemos tenido continuos roces y desencuentros. Intentaré explicarme. ¿Por qué Francia?

- En primer lugar, la proximidad geográfica. Esto es evidente. Vecindad terrestre que se traduce también en un cierto tutelaje de los galos sobre España, básicamente desde finales del siglo XVII, cuando en nuestro país comenzó a atardecer y en Francia a restallar el sol. Al caer España en la órbita francesa con la llegada de los Borbones,  se tradujo en vasallaje político y cultural. Desde que España es una entidad fuerte, es decir, desde el Renacimiento, sus alianzas, conflictos, éxitos y derrotas han ido siempre de la mano de, o Francia, o Inglaterra, habida cuenta de que las relaciones con Alemania, Italia o Austria han sido mucho más tenues y lejanas, y con Portugal siempre hemos tenido una relación extraña,  poco afectiva. Pero respecto a Francia y la proximidad geográfica, el país galo ha sido un vecino más o menos correcto en su rivalidad, con sus aspectos positivos (como el influjo cultural, el apoyo en algunas guerras o ese destino en el franquismo para gente que quería exiliarse o simplemente evadirse del régimen) y negativos (fue un santuario para los etarras, algo felizmente arreglado en los últimos años, o los conflictos con los agricultores). 

- En segundo lugar, la historia. Más allá de que Francia sea efectivamente Europa y sólo por ese aspecto ya seamos más cercanos histórica y culturalmente a los países asiáticos o africanos, la historia no sólo europea, sino mundial, le debe mucho a Francia. Fue allí donde, después de prender en 1776 en los futuros Estados Unidos,  se encendió la mecha de la revolución en 1789, esa revuelta que con sus aciertos y sus excesos, propició el fin del Antiguo Régimen y el paso de la Edad Moderna a la Contemporánea (en combinación con otra Revolución, la Industrial, ésta mayormente debida a ingleses). Pero ciertamente, si los franceses no se hubieran levantado en sucesivos movimientos antiabsolutistas entre 1789 y 1848, secundados entonces por otras naciones, quién sabe cómo hubiera sido la historia de Europa. Como también cabe preguntarse, si no se hubiera producido la Ilustración precedente (ésa Ilustración que muchos abogan debe experimentar el mundo islámico) que abrió las ventanas,  qué hubiera pasado. Por lo pronto, mientras en Francia ya tenían cierta experiencia en cuanto a revoluciones, políticas y culturales, aquí en España el rey Fernando VII fue recibido como un Dios, con un populacho que desenganchó los caballos del coche real para tirar de él (1814). Ya se sabe lo que hizo el Rey Felón con la Constitución y las libertades.  ¿Y de Napoleón, no se dice nada? Sí, Bonaparte llevó al continente a una guerra atroz,  tuvo sus excesos represores  y sus delirios de grandeza y colocó a su familia en los tronos de media Europa, pero además de ser un gestor eficaz  introdujo una serie de reformas legislativas, administrativas y políticas, copiadas en las décadas sucesivas, cuyo objetivo no era otro que acabar de una vez con el absolutismo y el desaforado poder de la aristocracia y de la Iglesia. Hablar sobre qué hubiera pasado si Napoleón no pierde en Waterloo es jugar demasiado a la historia-ficción, pero sin duda el devenir europeo hubiera sido distinto, seguramente para bien. Más recientemente, ya a finales de siglo y en el XX, Francia es ese país donde se abogó por cuestiones como los derechos de los trabajadores el laicismo o la libertad sexual.

- En tercer lugar, la cultura. Que Francia es un país crucial para la literatura no es nada nuevo. De Montaigne a Voltaire, de Balzac a Stendhal, de Hugo a Verne, de Dumas a Zola, de Proust a Céline, de Baudelaire a Verlaine, de Molière a Flaubert, de Sand a Camus. La fuerza e influencia de todos estos (y más) autores, y  lo que la simple mención de su nombre supone para el imaginario de los amantes de sus obras (entre los que me incluyo),  por la trascendencia que han alcanzado en sus vidas, sin duda emociona. Hasta el más "anti-francés" (y he solido serlo) acaba adorando Francia si lee a Alexandre Dumas. 
Hemos hablado de literatura, hablemos de pintura. Qué decir de Ingres, de David, de Delacroix, de Géricault. Cómo no amar a los Impresionistas del siglo XIX, capitaneados por Monet, por Degas y por Manet, qué decir de Cezanne, de Toulouse-Lautrec, qué decir de escultores como Rodin. No quiero abrumar con autores y obras, así que me limitaré a subrayar que el siglo XIX es francés, en cuanto a arte se refiere, en sus muchas vertientes. También encontramos notables personalidades en cuanto a la Filosofía, la Historia, la Ciencia, la Música o la Sociología. ¿Y qué es el cine, sino un invento francés de los hermanos Lumière, perfeccionado por Méliès?  Otra cuestión es la de la ciudad París como polo cultural pero también turístico e imperecedero, esa Ciudad de la Luz (los franceses saben venderse muy bien) tan calada en el imaginario colectivo de mucha gente.  Y paro. Lo que intento decir con todo esto, es que, por muy relativista cultural que se ponga uno, siendo europeo, la importancia e influencia de Francia (y de Italia, o de Grecia, pero estamos hablando de los galos) no es la misma, ni mucho menos, que la de otros países más lejanos en ciertos aspectos, como Pakistán, Japón, Arabia Saudí Guinea o Finlandia,  es más,  incluso potencias como Rusia y los Estados Unidos. Dicho con todos los respetos, lógicamente, pero humildemente creo que no se puede comparar. Y si no lo cree, examínese un día y párese a pensarlo.


Para concluir, nadie es perfecto y Francia tampoco. Su historia no es tan ejemplar como nos quieren vender,  y desde luego ocultan, como los ingleses,  unas cuantas vergüenzas, en especial en África, y con los españoles no siempre se han portado bien. Además, adolecen de un ombliguismo superlativo y por si no tuvieran bastante con su legión de personalidades, suelen apropiarse de extranjeros que han trabajado en Francia, como por ejemplo Pablo Picasso, Marie Curie o Samuel Beckett.  
Pero uno está dispuesto a perdonárselo todo, y a apoyarles firmemente cuando les atacan. Observo con envidia, ante una tragedia, ese sentimiento patriótico que les lleva a  unirse, sean de derechas o izquierdas, y firmes y prestos se disponen a cantar su maravilloso himno, "La marseillaise", un belicoso canto de guerra que hace tiempo se convirtió en un símbolo de la libertad:

 "Allons enfants de la Patrie,
Le jour de gloire est arrivé !
Contre nous de la tyrannie
L'étendard sanglant est levé 

L' étendard sanglant est levé
Entendez-vous dans les campagnes
Mugir ces féroces soldats ?
Ils viennent jusque dans vos bras
Égorger vos fils, vos compagnes
!


 Aux armes, citoyens!
Formez vos bataillons!
Marchons, marchons!
Qu'un sang impur
Abreuve nos sillons!"



Son franceses y pueden permitirse cantar su himno siempre que quieran, y además mantener la polémica letra a viento y marea  (en otro país ya se habría cambiado), en nuestros tiempos, tan políticamente correctos. 
Así, repito, se lo perdono todo. Siempre es un placer verles perder en los deportes (probablemente porque es una de las pocas situaciones en que los españoles son superiores a los franceses) , pero en estas circunstancias me "hago" francés.  Primero porque en una Europa que es cada vez menos Europa, son casi los únicos que demuestran tener firmeza e identidad frente a las agresiones, y no es la primera vez que destacan en este aspecto. Y segundo, por todo lo que debemos a Francia, sin la cual no seríamos exactamente lo que somos hoy, para lo bueno y para lo malo. 

Vive la France. 

11.11.15

El señor de la lupa



Un lugar. Aunque es indiferente, se trata de una de esas cafeterías veteranas y distinguidas, con sabor antiguo, de barra añeja, clientes fieles y un trato más que correcto, como el café servido. Un establecimiento de los de toda la vida 

Entre el leve rumor de la gente y el ajetreo de los camareros, el rechinar de cucharillas y el golpeo de vasos, el  tintineo de las monedas y el fondo musical, una figura anónima me llama poderosamente la atención. 

Se trata de un anciano. Un vejete cualquiera, podría decirse. Sentado, con un café y una tostada en la mesa.  Mas una ojeada rápida induce a error, y no basta. Pues no estamos ante uno de esos abuelos vigorosos con zapatillas deportivas y gafas de sol; se trata de un hombre vetusto pero mucho peor tratado por el paso del tiempo, los achaques y las circunstancias. 

Sus movimientos, pausados en extremo, provocan que tarde una eternidad en coger el periódico. Pero lo agarra, y aquí llega lo conmovedor. Pues el anciano, pálido y débil, se acerca las hojas hacia su ajado rostro, de pajarico, donde apenas resaltan unos ojos vidriosos; en un último gesto, coloca una lupa entre su deteriorada vista y las páginas. ¡Una lupa!

Entonces dejo la taza, pasmado de admiración, y, siempre con respeto y discreción, lo observo de reojo, maravillado, y pienso. Ese admirable viejo, no precisamente ágil ni pletórico  de salud, partícipe de un viaje que está llegando al final del camino, no renuncia a sus aficiones. A mantenerse informado y despierto, para no convertirse en un jarrón inerte como querrían otros. 

¿Cuál será la historia de este anciano? Su aspecto denota cierta cultura y altura intelectual; no sólo por su vestimenta, o su expresión inteligente,  sino por el  revelador detalle de la lupa, a escasos centímetros del papel y a la vez de sus ojos, muy abiertos ahora, interesados. Prácticamente tiene su rostro sobre el periódico. Un trabajo de chinos, leer así. ¿Quién será? ¿Acaso uno de tantos abuelos cuyos ingratos familiares lo consideran un mueble, siempre en medio y creando problemas, y a modo de evasión se da su pequeño paseo matutino, desayuno y periódico incluidos? ¿Tal vez un nonagenario trabajado y cansado de vivir, que enviudó  hace años y para quien leer a ese columnista tan bueno es una de las pocas cosas que le queda? ¿Por qué no un periodista ya jubilado, que no se quiere despegar de su antiguo trabajo, aunque su vista no sea la de antaño?  O simplemente un señor con inquietudes, y uno más, de los muchos viejos, sobrevivientes de los lejanos y lozanos tiempos, solos cual coyotes en el último tramo de su vida, acompañados de una reducida pensión. 

Pero ahí siguen, resistiendo la cuchilla de la edad, haciéndole frente al reloj, implacable, cuyas agujas no tardarán en marcar la hora señalada. Y ahí continúa este anciano admirable, tembloroso y medio ciego, quien en principio induce a lástima, pero que en vez de hundirse derrotado en un sillón, mirando sin ver la tele mientras espera  a la Parca, sale en busca de información, de cultura, armado con su lupa y su intelecto, desafiando a todo y a todos, dando batalla hasta el final y burlándose del reloj en su momento crepuscular.  Si ya no puede hacer gimnasia física, será mental. Pues, desde luego, nadie le ha dicho que su hora haya llegado ya. 


Dedicado a usted, señor, con todo mi respeto y admiración.